Artículo de Alfonso Armada

Pista para Liz Truss y Carlos III

Con la admiradora de Margaret Thatcher tendrá que empezar a bailar el nuevo monarca, pero ni ella será Churchill ni el rey Isabel II

Alfonso Armada

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'Leopoldstadt', la indagación de Tom Stoppard en el exterminio nazi de parte de su familia (algo que el más importante dramaturgo británico desde Shakespeare, aunque nacido en Checoslovaquia, solo conoció a los 50 años), está a punto de llegar a Broadway. Entrevistado por Maureen Dowd en el 'New York Times', confiesa que le gustó el inicio de 'The Crown', pero dejó de verla porque le parecieron deplorables las libertades que se tomó el guionista con personas vivas. Su tercera esposa, Sabrina Guinness, que tuvo relaciones con Mick Jagger y Carlos, se mostró aún más vehemente en la defensa de la intimidad del Príncipe de Gales. Para los que hemos disfrutado las cuatro temporadas de la serie se nos hace difícil separar la verdad de la recreación, y creemos saber cómo era y cómo es Carlos III por los buenos actores que lo han encarnado y la dramatización de hitos de su vida. Entre la realidad (que exige, como la buena información, tiempo y dinero, tanto por parte de los periodistas como de los lectores) y la ficción, nuestros contemporáneos prefieren el cuento. Por eso mentiras y conspiraciones vuelan: su grasa hace el tiempo más interesante, y no hay que verificar ni sopesar. En la sociedad del espectáculo la emoción reina, hasta el punto de que ni siquiera la ahora beatificada Isabel II estuvo a salvo del populismo sentimental. Fueron su primer ministro, el laborista (es una forma de hablar) Tony Blair, y su hijo primogénito los que la persuadieron de que hiciera un gesto de humana compasión hacia Lady Di, porque la frialdad que la soberana había mostrado ante su muerte y la histérica eclosión de duelo nacional que se desató en el Reino Unido estuvieron a punto de fregar la monarquía.

El luto no le sienta bien a Liz Truss, la primera ministra que ha dejado con un palmo de narices al cómico sin escrúpulos más afamado del Reino Unido, su predecesor, Boris Johnson, que debe estar tirándose de los pelos que tanto le hermanan con Trump. Si hubiera sido él uno de los mamporreros de las pomposísimas honras fúnebres de la reina más longeva del ex imperio. Como buena libertaria a la manera anglosajona, en lo económico ha empezado por limitar el precio de la energía (destinará 115.000 millones a congelar la factura del gas y de la luz) por temor a una insurrección. Además de mostrarse implacable frente a Rusia por la invasión de Ucrania fue una de las parteras de enviar a Ruanda (como la ex socialdemócrata Dinamarca) a los solicitantes de asilo.

El 'economista encubierto' (Tim Harford, columnista del 'Financial Times') cuenta que fue compañero de Truss en Oxford, donde ambos estudiaron lógica matemática y las pasaron canutas con los axiomas de Peano (“fijar el pensamiento lógico a partir de sólidos fundamentos”: los va a necesitar para lidiar con un país que encara varias bancarrotas y que, para algunos, “se va al garete”). A Carlos III, a diferencia de su madre, reina de lo sutil (hizo más dejando de hacer que haciendo), le gustaba dar su opinión: “Toda mi vida he estado motivado por el deseo de curar un paisaje desmembrado” (…), “en acabar con las divisiones entre el pensamiento intuitivo y el racional”. ¿Un rey filósofo?

En el Gobierno que acaba de formar su inopinada nueva primera ministra esta ex detractora del Brexit, que acabó asumiendo por entero el divorcio con Europa, destaca en Hacienda el afrobritánico y ultraliberal Kwasi Kwarteng (hijo de inmigrantes de Ghana), formado en Eton, Cambridge y Harvard. Nieto de Thatcher, piensa que los obreros británicos son “los peores holgazanes del mundo”. Y en Interior, la abogada de origen indio Suella Braverman, que ha abrazado con entusiasmo el plan de convertir a Ruanda (donde gobierna el sátrapa Paul Kagame) en desolladero desincentivador de inmigrantes.

Con Truss tendrá que empezar a bailar el nuevo monarca, que para desmentir la frialdad que le precede se lanzó a saludar a dos manos a quienes habían acudido a las verjas de Buckingham para homenajear a su madre. Persuadido de la necesidad de ese baño de masas, de vez en cuando miraba hacia atrás buscando no se sabe si la aprobación de la querida difunta, su esposa Camila o su séquito de seguridad.

Ni Liz será Churchill, ni el rey Isabel II. Carlos III tiene buena mano para la acuarela (para prestar atención: “todo requiere la más intensa concentración”), aunque mostrara espontáneamente su falta de empatía cuando mandó a un ujier despejar la mesa en la que iba a firmar su primer pliego como rey con la impaciencia de un monarca antiguo. Han de bailar un vals quebrado entre raperos y un país desconcertado, porque hasta el punk se ha convertido en un clasicismo fuera de onda.

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