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La reina que mantenía unido el reino

Lamonarquía británica se enfrenta a la transición sin el capital simbólico de Isabel II y con un pais dividido y asomado a una crisis aún mayor

El palacio de Buckingham cuelga la notificación de la muerte de Isabel II

El palacio de Buckingham cuelga la notificación de la muerte de Isabel II / VICTORIA JONES / POOL / REUTERS

El fallecimiento de Isabel II, reina de Inglaterra, constituye por muchos motivos, un acontecimiento histórico. Lo es, desde luego, mirando a su trayectoria, marcada por la longevidad excepcional de quien ha vivido casi un siglo y ha reinado durante casi setenta años. Pero lo es, también, contemplando el presente y el futuro del Reino Unido, porqué Isabel II desaparece en un momento en el que su reino vive uno de los momentos más difíciles de su historia reciente desde la caída del imperio británico. Por mucho que la británica sea el paradigma de las monarquías constitucionales y, en consecuencia, el papel del monarca sea el de mantener la neutralidad política, existe una lógica preocupación para saber si su sucesor, el rey Carlos III, será capaz de mantener estas virtudes en las que ella tanto destacó. La reina fue coronada cuando su país, y la propia corona, también vivían momentos de zozobra, con un Reino Unido zarandeado por la pérdida del imperio, pero el país estaba profundamente unido por su destacado papel en la guerra contra la Alemania nazi y empezaba una nueva y prometedora andadura, con un lugar destacado entre las naciones europeas y un puesto en el Consejo de Seguridad. Carlos de Gales será coronado en circunstancias muy diferentes. Con un país profundamente dividido y que vive una profunda crisis económica y social tras su salida de la Unión Europea y en el que la construcción de la figura simbólica del monarca como debe empezar desde cero.

El nuevo rey no tiene en sus atribuciones entrometerse en los problemas que aquejan el Reino Unido, pero deberá tener en cuenta que su madre, manteniendo siempre una exquisita ecuanimidad, ha sabido proporcionar a los británicos la confianza y el sentido de pertenencia que todo pueblo necesita, sobre todo, en momentos de adversidad. La última imagen de la reina, recibiendo, en estado de extrema fragilidad, a Liz Truss en el palacio de Balmoral, refleja la complejidad del momento en el que la monarquía británica aborda la transición. De los dieciséis candidatos a la jefatura del Gobierno recibidos por la reina durante su mandato, Truss es probablemente la que acudió a la cita con una mayor debilidad política, con un Partido Conservador dividido y con un país en puertas de una recesión angustiosa. A Isabel II nunca le gustó lo ocurrido con el referéndum del Brexit. No tanto porque tuviera ideas más o menos favorables a la permanencia en la Unión Europea, algo que su cautela no nos permite saber, sino porque percibió que el referéndum iba a partir el país por la mitad.

En el balance de las fortalezas de Isabel II, que será arduo de hacer por los años en los que ha reinado, destaca su determinación en la defensa del país, que se inició antes de su coronación, durante la segunda guerra mundial. Su compromiso en la defensa de Londres quedó para siempre en la retina de los británicos y fue decisivo para hacer olvidar las vacilaciones de otros miembros de la familia real. El balance de sus errores se alimenta, fundamentalmente, de cómo ha gestionado las tensiones dinásticas que vivió la propia familia real. El desdén que mostró inicialmente al morir Lady Di creó un foso entre ella y una parte de la opinión pública británica conmovida por la trágica muerte de la llamada princesa del pueblo que tuvo que restañar. Por encima de estas circunstancias ha estado siempre no solo la capacidad de ejercer su papel de acuerdo a las características de toda monarquía parlamentaria, sino en la categoría y la dignidad con la que ha ejercido el cargo. Sin que se le puedan achacar actuaciones impropias del cargo que manchen su larguísimo mandato.