Los editoriales están elaborados por el equipo de Opinión de El Periódico y la dirección editorial
Editorial
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Chile dice no
Una Constitución, y cualquier cambio de planta institucional, debe responder a consensos transversales, no a programas políticos parciales
Aunque todos los sondeos vaticinaban el rechazo de la Constitución sometida el domingo a referéndum en Chile, ninguno predijo los 24 puntos de diferencia entre la mayoría, contraria al texto redactado por una asamblea ad hoc, y la minoría partidaria de aprobarlo, apoyada por el presidente Gabriel Boric y una parte sustancial de la izquierda. El resultado confirma la condición divisiva del texto, claramente progresista, pero también muy alejado de lo que siempre cabe esperar de una Constitución: que sea fruto el consenso entre los diferentes sectores sociales y las diferentes corrientes ideológicas de la sociedad para que todos ellos la sienten como propia. Bastantes de los derechos recogidos por los constituyentes merecen resaltarse –el reconocimiento de la identidad política de los pueblos indígenas, la consagración de los derechos de la mujer, el compromiso ecológico–, pero otros de orden político e identitario –la referencia a la plurinacionalidad– han quedado lejos de la aceptación mayoritaria de la sociedad chilena.
El resultado del referéndum debe dar pie a una amplia reflexión antes de que el proceso constituyente de nuevo cuño prometido por Boric eche a andar. En primer lugar, porque la ley de leyes que en el futuro sustituya a la legada por la dictadura de Augusto Pinochet en 1980 debe ser fruto del consenso y no del predominio de un determinado sector ideológico que incomode a los demás. Una Constitución democrática debe ser siempre un texto con voluntad de permanencia, referencia útil sea quien sea quien gobierne, algo que la diferencia del todo de los programas políticos de los partidos o coaliciones, cuya aplicación precisa solo de mayoría parlamentaria para legitimar su aplicación durante una legislatura determinada.
En segundo lugar, porque es ineludible estar atento a la estructura social. Los constituyentes chilenos no lo hicieron y la multiplicación de voces contrarias al texto redactado puso de manifiesto la diferencia entre los ciudadanos movilizados en las protestas de 2019 y la derecha y la clase media urbana, centrista, alentadas ambas en sus recelos con harta frecuencia por la lectura torcida de partes fundamentales de la nueva Constitución. Al mismo tiempo, las 'fake news' en las redes sociales, difundidas por el orbe conservador, fueron tan influyentes en muchos momentos del debate político como los errores de apreciación cometidos por los autores del texto. En este sentido, resulta significativa la amplísima mayoría del voto de rechazo en la conurbación de Santiago y en Valparaíso, escenarios principales de las protestas de 2019.
Cuantos en España se han prodigado en subrayar los puntos débiles de la Constitución española de 1978 y en Catalunya han creído posible impugnar el marco constitucional y estatutario sin una mayoría social amplia y diversificada, debieran sacar algunas conclusiones de lo sucedido en Chile. Sin transversalidad social no es posible cambiar la planta institucional, y quienes estiman que pueden hacerlo se encuentran como ahora Gabriel Boric: obligados a corregir el tiro, con el consiguiente desgaste político. Sucede así que solo seis meses después de tomar posesión, el presidente chileno debe pasar la maroma, obligado a pilotar un nuevo proceso constituyente, una operación necesaria, que es, al mismo tiempo, un gran triunfo de la derecha y agudiza la polarización de una sociedad fracturada desde mitad del segundo mandato de Sebastián Piñera, cuando se rompieron las costuras del pacto social.
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