Diada negra
Hurgar de forma artificiosa en la confrontación, alimentarla desde la humillación o utilizarla para justificar lo que debería ser censurado solo enquista el desencuentro
Emma Riverola
Escritora
Tenía que ser negra. Atrás quedan los años de la alegría. Aquellos en los que se “hacía república” y se anunciaba un nuevo Estado de Europa. Cada Diada del ‘procés’ aglutinaba a centenares de miles de personas. Unas manifestaciones que, de tan masivas y de tan masivamente alentadas y celebradas por instituciones y medios públicos catalanes, parecían de todos. Pero no lo eran. Y entre esa ficción de la totalidad y la realidad de la parcialidad se fue gestando la grieta que está devorando el ‘procés’.
Que el president Aragonès se borre de la cita de este año es comprensible. Ni tiene por qué acudir a una concentración convocada por una entidad privada ni está obligado a situarse en la diana de las críticas. Que se lo digan al president Montilla, cuando encabezó la marcha contra la sentencia del Estatut: recogió abucheos y un intento de agresión. Mala cosa mostrar debilidad. Aquello de hacer leña del árbol caído... No, Aragonès no está obligado, pero su negativa ahonda en la quiebra. Mala noticia para los que creyeron en la totalidad del movimiento. También cierto reconocimiento para quienes siempre supieron que en esas calles no estaban todos.
El ’procés’ aglutinó sensibilidades muy distintas. Desde aquellos que lo consideraron un modo de subvertir el sistema y conseguir una sociedad más justa hasta los nacionalistas más sectarios. El aluvión humano y cultural que generó le dio una pátina de alegría y esperanza. Pero para quienes no comulgaban con el ideal independentista (o, sencillamente, creían que en plena crisis económica había otras prioridades), la exclusión era evidente. No es que sintieran tristeza o resentimiento por no ser invitados a la fiesta, es que la celebración se estaba produciendo en su propia casa. Ellos la observaban desde la ventana.
La imposibilidad de cumplir las promesas ilusorias fue oscureciendo el movimiento. Buena parte ha ido abandonando las tesis más quiméricas. Mientras que los intransigentes, agarrados a la ‘pureza’ de sus ideales, se sienten legitimados para seguir invadiendo casas ajenas. Y ahora, ¿qué hacemos? No es una pregunta retórica, en su respuesta nos jugamos la fortaleza de Catalunya. El dolor de unos al perder su apuesta no es más importante que el de los que se sintieron menospreciados. Hurgar de forma artificiosa en la confrontación, alimentarla desde la humillación o utilizarla para justificar lo que debería ser censurado solo enquista el desencuentro. Sí, este año la camiseta es negra. Lástima que no sea por la defunción del sectarismo.
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