Artículo de Xavier Arbós

6 y 7 de septiembre: la lección de dos fechas

Las sesiones del Parlament de hace cinco años constituyen un ejemplo negativo de lo que no se debe hacer si alguna vez se vuelve a intentar abrir la puerta a la independencia

El pleno del Parlament del pasado 6 de julio de 2022.

El pleno del Parlament del pasado 6 de julio de 2022. / David Zorrakino / Europa Press

Xavier Arbós

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Se van a cumplir cinco años de dos de las sesiones más tensas que se recuerdan en el Parlament de Catalunya. El 6 de septiembre de 2017 la cámara catalana aprobó la Ley del referéndum de autodeterminación (LRA), y, al día siguiente, la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República (LTJ). Es digna de elogio la autocrítica que muchos independentistas han hecho sobre el procedimiento seguido, pero no hay que olvidar lo que esas leyes planteaban. Constituyen, en muchos aspectos, un ejemplo negativo de lo que no se debe hacer si alguna vez se vuelve a intentar abrir la puerta a la independencia.

El Gobierno de Catalunya se saltó la LRA. El 22 de septiembre de 2017, bajo la amenaza de fuertes multas por parte del Tribunal Constitucional, dimitían los miembros de la Sindicatura Electoral. Era el organismo que debía actuar como administración electoral durante la campaña del referéndum del 1 de octubre y certificar los resultados oficiales (art. 17 LRA). Aun así, el referéndum no se paralizó. Y, una vez celebrado, se proclamó la independencia a pesar de no disponer de resultados oficiales, como exigía el artículo 4.4 de la LRA. Solo podía proporcionarlos la Sindicatura Electoral, que era la única que podía trasladarlos al Parlament. El Gobierno de Puigdemont, al proclamar y comunicar los resultados del referéndum del 1 de octubre en lugar del órgano encargado de hacerlo, vulneró la ley aprobada por su mayoría. Aparte de la Constitución y el Estatut, obviamente.

En cuanto a la LTJ, su aplicación quedó paralizada. Gracias a Gabriela Serra, exdiputada de la CUP en aquellas fechas, sabemos que no había nada preparado para asegurar la efectividad de la declaración de independencia del 27 de octubre, y que se pidió que no se mencionara esa enorme irresponsabilidad. Dentro de todo, podemos alegrarnos de que no se aplicara la LTJ, porque la calidad de la democracia se hubiera degradado.

La LTJ debía entrar en vigor tras la declaración de independencia. Pretendía ser una especie de constitución provisional, al proclamarse “norma suprema del ordenamiento jurídico catalán” (art. 3). En realidad, no podía serlo, porque su supremacía no estaba garantizada. En la LTJ ningún órgano equivalente a un Tribunal Constitucional puede anular normas con rango de ley que contravengan lo dispuesto en la LTJ. Eso incluye las que vulneren los derechos fundamentales que, según el artículo 22.1, oh sorpresa, son los “reconocidos en la Constitución española y en el Estatut d'Autonomia.” Los ciudadanos, para proteger sus derechos fundamentales, dispondrían de un recurso de amparo que resolvería una “Sala superior de garantías” del Tribunal Supremo de Catalunya (arts. 74 y 75). Pero el alcance de la resolución judicial no llegaba hasta la anulación de la ley que, en su caso, hubiera dado lugar a la vulneración del derecho fundamental. En cuanto al proceso constituyente, dispuesto por la LTJ en su Título VII, se somete un órgano representativo como es la Asamblea Constituyente a lo que decida un 'Foro Social Constituyente' formado por “representantes de la sociedad civil y de los partidos políticos". Ni palabra de cómo se designarían esos “representantes de la sociedad civil”, o si en ese Foro podrían estar partidos que no hubieran alcanzado ningún escaño en la Asamblea Constituyente. Un órgano con representatividad acreditada en un proceso electoral podría verse condicionado por grupos carentes de ella.

Esos apuntes tienen una entidad menor que el intento de secesión unilateral sin el apoyo de una mayoría electoral, y sin perspectivas de reconocimiento internacional. La historia del barón de Münchhausen, que afirmaba haber salido de un pantano tirando de su propia coleta, parece creíble comparada con la dimensión jurídica de lo que se quiso poner en marcha los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Lo más preocupante es que se diseñó un futuro en el que la mayoría parlamentaria y el Gobierno podían actuar sin el contrapeso de un órgano capaz de imponerle límites prefijados por el derecho. En estas condiciones, la mayoría parlamentaria hubiera podido hacer lo que quisiera, y más con un Gobierno dispuesto a transgredir incluso la normativa del referéndum.

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