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Este verano me crucé con ella en la playa, cuando ambos paseábamos por la orilla. Aunque se había hecho mayor (como yo, claro), la reconocí enseguida y ella a mí
Juan José Millás
Escritor.
Durante años, de camino al trabajo, coincidí en el autobús con una mujer que lo tomaba a la misma hora que yo. Jamás nos hablamos porque éramos dos desconocidos, aunque cada uno era consciente de la existencia del otro. El día que no nos encontrábamos, me preguntaba si estaba enferma o si mi reloj adelantaba o atrasaba. Pero eran incidencias motivadas sin duda por cuestiones propias de la vida laboral o personal (vacaciones, bajas por enfermedad, etc.). Tras estas breves interrupciones, la rutina volvía a instalarse en nuestras vidas para mi tranquilidad y quería suponer que para la suya. Un día desapareció. Pasaron las semanas y los meses y los años sin que volviera a manifestarse. Supuse que había cambiado de trabajo o que había fallecido, no podía saberlo, pero la eché de menos y le hice un duelo.
Este verano me crucé con ella en la playa, cuando ambos paseábamos por la orilla. Aunque se había hecho mayor (como yo, claro), la reconocí enseguida y ella a mí, de modo que nos saludamos de manera espontánea con demostraciones de afecto. A mis preguntas, me explicó que había dejado de trabajar porque le había tocado la lotería, no una cantidad exagerada, pero lo suficiente como para comprar un par de pisos de cuyo alquiler vivía. Por mi parte, le conté que había seguido trabajando en las oficinas de entonces hasta que unos años más tarde pude dedicarme por entero a la escritura, que era mi pasión. Le dije que había escrito un cuento inspirado en aquellos encuentros matinales durante los que nunca, jamás, nos dijimos nada, aunque intercambiábamos miradas en apariencia indiferentes.
-El paraíso era un autobús -dijo ella refiriéndose al cuento, pues tal era su título.
-¿Lo leíste entonces?
-Sí, claro, se encuentra en internet. Me hizo mucha gracia. Me hizo pensar.
Continuamos hablando un buen rato, contándonos cosas de nuestras vidas de las que en su día no nos dijimos nada, un poco sorprendidos los dos por la familiaridad con la que nos tratábamos. Al despedirnos, nos dimos nuestras direcciones de correo electrónico, para no volver a perder el contacto, pero ni ella me ha escrito aún a mí ni yo a ella todavía.
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