Debate en la UE
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El dilema de los visados y Rusia

Las consecuencias en los destinos turísticos, con una afluencia ya irrelevante en lo que va de verano, es la menor de las preocupacones sobre el posible veto

Panorámica de Salou

Panorámica de Salou / Joan Revillas

Hace dos semanas, el presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, reclamó a Occidente un virtual cierre de fronteras con Rusia, como un paso más en la imposición gradual de sanciones por la agresión militar contra su país. Los gobiernos de la UE tienen esta propuesta sobre la mesa: la anulación de la concesión de visados turísticos a los ciudadanos de la Federación Rusa, y limitar el tránsito fronterizo a poco más que los desplazamientos justificables por motivos humanitarios, será objeto de debate en la reunión de los Veintisiete que se celebrará el próximo 31 de agosto, cuando se estudiará una nueva ronda de sanciones contra el régimen de Vladímir Putin.

Llegar a un acuerdo no será fácil. De momento, Alemania ha avanzado su oposición, mientras que los países bálticos ya han restringido drásticamente la concesión de visados, y Finlandia lo hará en un 90% el próximo mes de septiembre. Pero países receptores de turismo ruso como España aún no se han pronunciado. Y dentro del espacio Schengen, cualquier medida que no sea concertada por todos sus integrantes puede acabar convirtiéndose en poco menos que inaplicable.   

La imposición de sanciones a la economía rusa como respuesta a la invasión de Ucrania es un arma de doble filo, como está experimentando Europa ante las consecuencias, aún solo atisbadas, de la interrupción de suministro de gas y petróleo este próximo invierno: quizá a Rusia le acabe resultando más fácil encontrar clientes alternativos que a Europa un suministro sustitutivo. Pero los gobiernos europeos (falta ver lo que harán sus opiniones públicas cuando los efectos se hagan notar y ante la posible agitación de un populismo no siempre desligado de la estrategia exterior de Moscú) han decidido que es un coste que se debe asumir, preferible en cualquier caso a financiar a través del comercio el esfuerzo de guerra del invasor y, sobre todo, a claudicar ante el expansionismo ruso frente a sus vecinos. Aunque estén lejos de confirmarse las previsiones de desplome del PIB ruso, a la espera de comprobar cuánto darán de sí sus reservas, tanto financieras como en lo referente a componentes tecnológicos.

En el caso del veto a los visados turísticos rusos, las consecuencias económicas negativas que pueda tener sobre los destinos habituales es la menor de las preocupaciones. La llegada de turistas desde el inicio de la agresión contra Ucrania ha descendido a niveles irrelevantes, incluso inferiores de momento al restringidísimo movimiento durante los dos años más duros de la pandemia. Las posibles objeciones son de otro orden. Para empezar, un veto de este tipo tiene unas características de sanción generalizada contra toda la población (no lo han ocultado los gobiernos de los países bálticos, que por ejemplo en el caso de Estonia han señalado al conjunto de la sociedad rusa por su pasividad ante la política de Putin para justificar la medida) difícil de compatibilizar con la necesidad de evitar brotes de rusofobia que afecten a los residentes de esta nacionalidad en la UE. Pero aún más, son los mismos disidentes del régimen de Putin quienes señalan que los visados turísticos son una vía de salida para posibles represaliados, y que una interrupción de un contacto fluido con el exterior no hace más que aislar a la sociedad rusa. Un país como España tiene alguna experiencia sobre las consecuencias de la permeabilidad o no hacia el exterior en la evolución, aunque sea a largo plazo, de un régimen autoritario.