Golpe franco
El equipo sigue en la sala de espera
Juan Cruz
Periodista y escritor. Adjunto al presidente de Prensa Ibérica.
Parecía que la línea clara de Pedri iba a situar al Barça en el lado de allá de un partido que parecía envuelto en celofán, pero de pronto la mala suerte, y el juego sin profundidad, conspiraron para que la noche se convirtiera en un camino infernal.
El jugador canario, tan paciente y tan decisivo, combinó de tal manera, en la primera parte, que parecía que el partido iba a ser una consecuencia de su genio de sucesor de Iniesta, pero poco a poco la prisa por tardar que exhibió el conjunto generó un desconcierto del que se pudo esperar cualquier cosa, entre ellas la que pasó. Un empate en las circunstancias actuales es un severo correctivo a la seguridad de una nueva esperanza.
El banquillo fue un reflejo del desconcierto, con Xavi desasistido de recursos que explicaran la posibilidad de una remontada, en el marcador y en el juego, y con Piqué, un símbolo de estos tiempos, viendo desde lejos el desnorte de la suerte de quienes ahora llevan el rumbo de un cambio que se ha detenido en seco.
Expulsión insólita
El equipo sigue en la sala de espera, enfermo aún de las peores esencias de los viejos tiempos recientes. Hasta hubo una expulsión insólita, la del muy educado capitán azulgrana, Sergio Busquets. Y hubo dos goles falsos en sendas porterías, como si hasta en eso tuviera que empatar el Rayo Vallecano, conducido con un entusiasmo que muchas veces le sacó los colores al Barcelona, que había llegado a este sábado del verano con la idea de que la vida empezaba de nuevo.
La vida ha empezado de nuevo, con otros mimbres, pero con la suerte haciendo diabluras a favor del visitante. Quejarse del resultado, estimar que pudo ser otro, es incurrir en la manía de llorar por la leche derramada. La suerte que no hubo no es sino un deseo que es lógico que deplore el aficionado, pero el que tiene que ganar en el campo lo que gana también en el banco del dinero ha de repensar sobre las circunstancias alevosas de este partido.
Hubo demasiado tiempo sin que el equipo se concentrara, y eso se pagó al final, en las precipitaciones de las sustituciones, en el desorden que es también un símbolo de este tiempo en que para hacer finalmente un equipo hay que rezar para que Tebas acepte los pagos circunstanciales o diferidos en función de palancas que no tienen otro destino que diferir la creación de un equipo potente, entero, factible, grandioso.
Todo a medias
Peor estreno no pudo haber tenido La Liga para el Barça. El entusiasmo fue un apósito que no sirvió ni para combinar ni para aguantar los destellos del Rayo, capaz de enervar al club azulgrana hasta la desesperación. Ni Lewandovski fue capaz de abrir la defensa del Rayo, y éste fue un martillo pilón, creando además resplandores que pudieron sacarle los colores a Ter Stegen. Algo sucedió, desde que comenzó el partido, como si el equipo estrenara un nuevo síndrome, el de la posibilidad de que todo se vaya al garete a pesar de las expectativas creadas por la sociedad de palanqueros creada en torno a Joan Laporta.
Hubo tal desconcierto en el juego de ataque parecía que la sombra de los peores tiempos estaba de nuevo cayendo sobre el antiguo Camp Nou, que ahora tiene además el nombre de una industria de música. El Barça creó juego a medias, disparó a medias, combinó a medias, no hubo en ningún momento del partido en que hiciera algo completo. Hasta fue incompleto el factor que más se espera de un equipo que parecería renovado si hubiera hecho algo distinto: el orden de la alegría.
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