Opinión | Alertas desoídas

Editorial

Editorial

Los editoriales están elaborados por el equipo de Opinión de El Periódico y la dirección editorial

Emergencia climática agravada

Si las sucesivas crisis a las que nos enfrentemos conducen a aplazar la respuesta a la emergencia climática, el riesgo de que no haya vuelta atrás se extremará

German coal-fired power plants to compensate for reduced gas delivery from Russia

German coal-fired power plants to compensate for reduced gas delivery from Russia / EFE / SASCHA STEINBACH

La opinión de los expertos sobre la efectividad de las medidas adoptadas hasta la fecha para combatir el cambio climático oscila entre la de cuantos piensan que hemos avanzado mucho, aunque aún no lo suficiente, y quienes advierten que ya solo nos queda margen para paliar los peores augurios. Mientras que cada día son más los ciudadanos conscientes de que la emergencia climática, cuyos efectos ya pueden ver de forma efectiva en su día a día, es una realidad, crecen también las proclamas populistas de la extrema derecha negacionista. Mientras los académicos urgían de nuevo a la acción sin dilaciones en el diagnóstico del sexto informe del IPCC, difundido hace justo un año, una serie de crisis encadenadas –la pandemia, la guerra de Ucrania y el doble shock energético y de materias primas– han sumado nuevas emergencias que complican en gran medida la voluntad de aplicar algunas de las decisiones tomadas en la cumbre del clima del pasado año, reunida en Glasgow (COP26).

De igual manera, al mismo tiempo que se han registrado avances legislativos notables en países como Estados Unidos –recientemente aprobados por el Senado–, Chile o España (Ley de Cambio Climático y Transición Energética), en otros, acuciados por garantizar un suministro de energía suficiente, han optado por una rehabilitación, siquiera sea transitoria, del carbón. Porque es un hecho que la distorsión del mercado de la energía a causa de la guerra de Ucrania y de las incertidumbres sobre el suministro de gas ruso han colocado a gobiernos como el de Alemania ante una situación de norme vulnerabilidad. Dicho de otra forma: muchas de las medidas previstas para limitar el calentamiento global figuran en los papeles, pero están lejos de haberse podido llevar a la práctica a pesar del agravamiento de la emergencia climática.

Las anormalmente altas y persistentes temperaturas de este verano son solo una muestra de hasta qué punto el planeta avanza a toda prisa hacia una situación crítica. Incluso con una rigurosa aplicación de lo acordado en Glasgow, el aumento de la temperatura media del planeta subiría entre 1,8 grados y 2,4 grados en los próximos años, entre 3 y 9 décimas por encima del objetivo anteriormente fijado de 1,5 grados. Algo que sin duda tendrá grandes implicaciones sociales y económicas, tan preocupantes como la repercusión que ya ahora tiene el cambio climático en la agricultura, la pesca, los procesos industriales y la vida cotidiana en las grandes ciudades. Y que puede verse agravado si de aquí a 2030 no se reducen a la mitad las emisiones para evitar un calentamiento global desorbitado.

Para preservar el futuro y evitar una degradación mayor del medio ambiente son imprescindibles un mínimo de tres medidas: atajar la expansión de los combustibles fósiles e impulsar las energías limpias, cambiar el modelo de crecimiento y consumo –las resistencias a medidas puntuales de ahorro energético por la crisis ucraniana demuestran hasta qué punto será difícil– y adoptar en el COP27, que se celebrará en Egipto en noviembre, medidas precisas, concretas y de cumplimiento inaplazable. La decisión aprobada en Glasgow de aparcar hasta la siguiente cumbre los asuntos más complejos y la concreción de grandes transformaciones necesarias ya fue de por sí decepcionante, pero lo sería mucho más que dentro de tres meses se aplazara de nuevo la adopción de decisiones de aplicación a escala global. Sin ellas estaremos cada día más cerca de que se hagan realidad los peores vaticinios y de que se ensombrezca el porvenir de las futuras generaciones.