Artículo de Jordi Serrallonga

¿Lagartos terribles?

Desde su desembarco, en el siglo XIX, millones de personas han sido abducidas por el poder de los dinosaurios

"Jurassic World: Dominion", entre la nostalgia y la distopía

"Jurassic World: Dominion", entre la nostalgia y la distopía / John Wilson

Jordi Serrallonga

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Pocos días antes de partir hacia Mongolia me escapé al cine. Estrenaban la tercera entrega de 'Jurassic World'; es decir, la sexta de 'Jurassic Park'. Fui ilusionado pues suponía el reencuentro con tres héroes del celuloide: el paleontólogo Alan Grant, la paleobotánica Ellie Sattler y el matemático Ian Malcolm. Los conocí en los ochenta gracias al libro homónimo de Michael Crichton, y tenía curiosidad por saber cómo les había ido.

Grant luce barba blanca, sigue perdido entre excavaciones repletas de fósiles y ha cambiado el sombrero vaquero por un fedora: ¿guiño a Indiana Jones? Sattler se ha divorciado y Malcolm insiste en su vestuario de caballero oscuro. Ambos –ella desde el trabajo científico de campo y él desde los púlpitos– advierten sobre las consecuencias del impacto humano en el futuro del planeta. Algo que no es solo propio de las películas catastrofistas de ficción, sino que ya forma parte de nuestro día a día: cambio climático global, crisis energética, guerras... En definitiva, ahora da más miedo salir de la sala de proyección y enfrentarse con la realidad, que la dentadura del nuevo carnívoro protagonista: el 'Giganotosaurus' (planta cara al titular de la franquicia, el 'Tyrannosaurus rex'). Para tranquilidad de lectoras y lectores no haré espóiler acerca del terópodo vencedor, pero sí recomiendo las secuencias previas a los créditos finales; emocionarán a los que sienten fascinación por los reptiles gigantes del pasado.

Fue un enemigo de Darwin, el anatomista sir Richard Owen, quien en 1842 acuñó el término 'Dinosauria': «lagartos terribles». En este nuevo cajón metió a los grandes huesos fosilizados que habíamos empezado a bautizar con nombres rimbombantes. Es el caso del 'Megalosaurus' y el 'Iguanodon'. El segundo, con error de montaje incluido. Mientras que Cary Grant –el paleontólogo despistado en 'La fiera de mi niña'– intentaba encajar la clavícula intercostal en el esqueleto de un enorme saurópodo, el geólogo Gideon A. Mantell colocó lo que parecía un cuerno en el morro del 'Iguanodon' (junto a su mujer, Mary Ann, habían descubierto los primeros dientes en 1822). Esto imprimió un fiero aspecto al herbívoro, pero el gruñón de Owen reubicó el presunto cuerno a su posición anatómica definitiva: era la gran garra cónica del dedo gordo de la extremidad anterior.

Aunque no son dinosaurios ni el monstruo del lago Ness, sino reptiles marinos extintos, también cabe destacar la sensación que causó el hallazgo del 'Plesiosaurus' (1823) por parte de una naturalista ninguneada por los sabios de su época: Mary Anning. Y en 1907, la exhibición en Estados Unidos del 'Diplodocus carnegii' –cuyas famosas réplicas llegaron a los museos de historia natural de Londres, París, La Plata o Madrid– hizo que el público intentase imaginar aquellos colosos con vida (hasta que Harryhausen y Spielberg materializaron el deseo).

Mi hermana, más tarde mi hijo y, recientemente, el peque del fisioterapeuta que repara las articulaciones de este primate (un abrazo para Moi) son solo algunos de los millones de víctimas abducidas por el poder de los dinosaurios. Me incluyo, y cuando leí los relatos de las 'Expediciones Centroasiáticas', lideradas por el explorador Roy Chapman Andrews en Mongolia, soñé con alguna vez poder pisar los sedimentos rojos de las Flaming Cliffs del desierto de Gobi. Este zoólogo del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York marchó hacia tierras de Gengis Kan en pos de dos objetivos: demostrar que el origen de las faunas –extintas y vivas– americanas estaba en Asia, y que, de la misma manera, la génesis de la humanidad se ubicaba en el continente asiático, y no en el africano, como había planteado Darwin. A partir de 1920, ninguna de las sucesivas expediciones dio con el ansiado eslabón perdido humano asiático, pero sí con –además de otros muchos vestigios zoológicos, paleontológicos y arqueológicos– incontables restos de dinosaurios; a destacar, los primeros nidos con huevos intactos, que incluso conservaban embriones fosilizados.

En Mongolia intenté emular a Chapman Andrews, el «Cazador de Dragones». Los nómadas, con sorna, al ver que no paraba de garabatear en mi cuaderno, prefirieron llamarme «El Escritor del Bosque». ¡Gracias!

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