Independentismo: La perniciosa normalidad zaragata
Catalunya es un país fragmentado a conciencia, mucho más allá de la adscripción demoscópica al sí o al no ante el desiderátum secesionista
Jordi Mercader
Periodista.
Jordi Mercader
La normalidad vigente está dominada por una peligrosa deriva de cierto independentismo y no se presume otra por algún tiempo. La obsesión por la independencia que no se materializó (porque no podía materializarse) sigue viva en amplios sectores del país que, ofuscados por el fracaso, han convertido la aceptación del supuesto mandamiento de la historia en vara de medir para la catalanidad y el patriotismo de los otros, provocando, naturalmente, la santa indignación de estos. Primero, los señalados fueron los adversarios explícitos del 'procés' en sus múltiples versiones y, a continuación, también son denunciados como desviacionistas los compañeros de movimiento que no comparten la vía sagrada sustentada por los puros. Esta situación convierte a Catalunya en un país fragmentado a conciencia, mucho más allá de la adscripción demoscópica al sí o al no ante el desiderátum secesionista.
Las razones de la actual normalidad zaragata son conocidas. Desde el infundado acelerón del independentismo, que aconsejó a sus adversarios a cavar profundas trincheras; a la consistente capa de resentimiento debida a los excesos policiales del Gobierno del PP; pasando por la telaraña de mentiras argumentales de difícil deconstrucción por los propios secesionistas; hasta llegar a la dificultad objetiva de crear las condiciones políticas para una substancial transformación federal de España. La dificultad es tal que, según Pedro Sánchez, impide incluso forjar una mayoría para modificar el delito de sedición.
Los dos bloques monolíticos nunca existieron. En todo caso, ahora es una evidencia que no los hay. Las diferencias y la intolerancia que se prodigan los iniciales integrantes de cada bloque es perfectamente comparable e igual de irresponsable. En el universo no-independentista, la triple derecha abomina de la predisposición de socialistas y 'comuns' de buscar puntos de convivencia, con igual contundencia que la dispensada entre las facciones soberanistas por su relación con el Gobierno que nos gobierna a todos, también a ellos.
Los acontecimientos protagonizados por la ex presidenta del Parlament, pendientes de resolución, y los que probablemente viviremos en los próximos meses (lengua y escuela en el TC), no ayudan a vislumbrar 'la' normalidad que muchos en Madrid dan por alumbrada. Esta visión debe ser un reflejo voluntarista, tranquilizador para quienes tienen como único plan el retorno a la vigilia en que Artur Mas perdió el mundo de vista. Borràs busca forzar a Junts a decidirse entre abandonar el radicalismo en sus manos o asumir la neconvergencia. El mejor escenario para ella es poner rumbo fijo de colisión con ERC, calculando que en consecuencia se precipitarán combinaciones políticas ya ensayadas, esperanzadoras para unos y justificadoras para otros de su pesimismo apocalíptico, tanto por la vertiente independentista como por la unitarista.
La salida del laberinto será trabajosa e insatisfactoria para algunos. La idea de la transversalidad debería formularse en términos de creación de una nueva centralidad de supervivencia nacional. No es realista pensar que los partidarios del choque para alcanzar la derrota absoluta de los contrarios van a desvanecerse por arte de magia o por unos resultados electorales decepcionantes como los anunciados por el CEO, ni si quiera por la formación de un Gobierno autonómico conciliador. En caso de no lograrse, los agnósticos de cada campamento, que los hay, deberían ir pensando en un manual de supervivencia en la Catalunya dividida.
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