Sin respuestas globales
Como la estación de fuegos, desbocada ahora al albur del calentamiento global, la agenda internacional está que arde y no parece que tengamos los medios y la capacidad para ir apagando focos
Rafael Vilasanjuan
Periodista
Rafael Vilasanjuan
La sensación de que acabamos una temporada sin haber resuelto buena parte de los problemas que arrastramos es real. Como la estación de fuegos, desbocada ahora al albur del calentamiento global, la agenda internacional está que arde y no parece que tengamos los medios y la capacidad para ir apangando focos. Se anuncia un otoño duro. ¿Va a más o es solo una excusa, una tregua de verano para transitar relajadamente, eludiendo las preguntas incómodas, al menos hasta el retorno? Mientras el tiempo acabe respondiendo al dilema, los cierto es que estamos frente a una crisis global en la que cualquier nuevo episodio tiene consecuencias para la seguridad, la economía o la salud que afectan a todo el planeta.
Tenemos muchos frentes, para empezar en Europa una guerra en la frontera, que más allá de poner en jaque el concepto de seguridad y defensa, nos lanza a la necesidad de un cambio en el consumo energético. La carrera vertiginosa por evitar la dependencia del combustible ruso puede frenar el calentamiento, el problema es que como estamos haciendo tarde lo que no se hizo antes, el periodo de transición puede ser muy duro, con una escalada de precios que haga de la inflación el principal problema social y del descontento la palanca para el triunfo de propuestas radicales, que debiliten el espacio más ambicioso del mundo para generar bienestar común entre países. La recesión en Alemania o las elecciones en Italia, ambas conectadas directamente al devenir de las relaciones con Rusia, pueden debilitar seriamente a la Unión. Más en un momento donde EEUU se tambalea, entre el liderazgo global y el populismo nacionalista.
Igual que la guerra en Ucrania está generando más hambre en África, como consecuencia de la falta de cereales, se acabó, por otra parte, el tiempo en el que las enfermedades infecciosas quedaban relegadas a esos otros países de rentas más bajas o en la franja tropical. Nuestra seguridad depende, casi en igual medida, de que el virus no circule libremente en India o Zambia como de inmunizar a toda la población aquí. Aunque, precisamente, gracias a la vacunación los efectos del covid-19 parecen estar atenuados, los esfuerzos todavía no han servido para entender que necesitamos una nueva forma de actuar globalmente. No podemos evitar que aparezcan nuevas enfermedades, pero sí que se conviertan en pandemias. Solo hace falta un poco de visión y algunos recursos, en todo caso infinitamente menos de lo que nos han costado los peores estragos de esta.
El mundo está cada vez más conectado. La globalización no es solo económica o financiera, es también de seguridad, de salud, política o de recursos, por eso, mientras deseamos una tregua veraniega, una de las principales lecciones de esta temporada que acaba sea empezar a entender que necesitamos una arquitectura global que funcione. La que tenemos, construida en base al interés de la suma de países tras la Segunda Guerra Mundial, se ha hecho vieja. Ya no da respuestas en tiempos de globalización.
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