Qué fantástica esta fiesta
Algunos de los festejos populares más celebrados de España sobreviven a los nuevos tiempos, pero el tiempo no ha pasado por ellos y apenas hay debate sobre su readaptación
La polémica no tardó en saltar a los foros habituales. En la localidad alicantina de Orihuela, que celebró semanas atrás sus fiestas de Moros y Cristianos, el embajador moro, una de las figuras más relevantes de esta conmemoración, desfilaba orgulloso por las calles del municipio sobre una lujosa carroza porteada por 48 subsaharianos. En línea con exaltaciones similares que conmemoran la Reconquista en toda la Comunidad Valenciana, el festero que ejecutaba el papel de mayor relevancia en el bando musulmán era un exitoso empresario local, al que le cayó la del pulpo nada más difundirse las primeras imágenes en el metaverso de las redes sociales. ‘Racista’, ‘cacique’, ‘clasista’, ‘xenófobo’ y otros epítetos de similar calibre condimentaron el regreso de unas fiestas locales que debían ser recordadas por ser las primeras, tras dos años de pandemia. Si se trataba de hacer historia, mucho me temo que en el futuro se hablará de este episodio «totalmente desafortunado» -como se apresuró a declarar la alcaldesa de Orihuela- y mucho menos del retorno festero poscovid. El embajador ya avisó de que el boato iba a ser «especial». No exageraba.
España intensifica en verano un calendario de tradiciones y fiestas populares cuyo origen se pierde en el tiempo, pero en algunos casos parece como si ese tiempo no hubiera pasado por ellas. Si bien la mayoría se escudan en la recreación de hechos documentados, en algunas poblaciones la puesta en escena consiste en un acto lúdico que prescinde del rigor de la Historia, lo que no implica que las conmemoraciones de mayor tradición traten de adaptarse con mayor o menor éxito a los cambios sociales. Valgan de ejemplo los Moros y Cristianos de Alcoy, cuya estructura tal como la conocemos es del siglo XVIII, aunque el patronazgo de San Jorge hay que buscarlo medio siglo antes. Esta fiesta acordó hace años incluir en los desfiles una escuadra femenina, circunstancia impensable en tiempos de la Reconquista, dado el rol doméstico que entonces se reservaba a las mujeres. En 2022, sin embargo, el giro parece incuestionable.
Medidas de este calado colisionan a menudo con la propia semántica: ‘fiesta tradicional’. Tradición. En la palabra subyace la trampa, porque si se cumple la tradición se teatraliza contra los tiempos, y si se corre en favor de estos últimos se tergiversan la tradición y el pasado. De acuerdo con este dilema, las fiestas populares se hallan atrapadas en un diabólico bucle temporal que demanda un debate serio y sin acaloramientos: o tradición o adaptación. ¿Eliminamos el término ‘moro’ de la denominación de la fiesta? ¿Invitamos a participar a gente de raza negra o les pintamos la cara como en las cabalgatas? ¿Es divertido un hombre que pretende ser gracioso maquillado y con peluca? El debate no es menor.
Algunos municipios canarios han resuelto prescindir de la elección de reina de las fiestas por considerarlo un elemento ornamental impropio de esta época, en lo que podría ser el equivalente a una ‘miss’, pero el ejemplo no es trasladable a la figura de la Reina del Carnaval, la Fallera Mayor o la Bellea del Foc, en que precisamente se trata de exaltar el papel de la mujer como representante máxima de la fiesta.
Estas controversias, donde se enfrentan el acervo con la readaptación, se vuelven con frecuencia tan traumáticas en las organizaciones festeras que muchos de sus integrantes prefieren no ‘meneallo’, hasta que la Administración corta por lo sano cuando se trata de impedir que se arroje una cabra desde un campanario o lancear a un toro hasta provocarle una muerte agónica.
La cuestión se complica cuando hay animales de por medio. Los ‘sanfermines’ pueden ser discutibles o defendibles desde puntos de vista antagónicos. Los participantes más experimentados se encargan de purgar del encierro a corredores irresponsables que puedan poner en peligro al resto, lo que ya presupone haber roto con el principio original de que cualquiera podía desafiar a la carrera a un morlaco de 500 kilos. Sin embargo, no ocurre lo mismo en otros enclaves donde, además del evidente maltrato animal, se pone en riesgo la vida de quienes toman parte en el festejo. En la Comunidad Valenciana, a mediados de julio ya habían muerto tres personas en celebraciones basadas en correr al toro. Con las tradiciones de valor intangible ocurre como con tantos bienes materiales: a veces sale más caro el mantenimiento que cambiar la pieza.
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