La hoguera | Artículo de Juan Soto Ivars

Estar al mando

En mi familia, el dominio de mi yayo Juan sobre esos 20 centímetros abotonados de plástico negro ha sido una maldición histórica

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Juan Soto Ivars

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No hay artefacto mejor bautizado que el mando de la tele. Quien posee ese cacho de plástico está realmente al mando, ordena y manda, tiene el poder absoluto. En mi familia, el dominio de mi yayo Juan sobre esos 20 centímetros abotonados de plástico negro ha sido una maldición histórica. Mientras él no se hubiera adormecido, la atronadora televisión de su casa emitía películas de caballos a su antojo, sin parar. Años después, las tertulias de Trece Tv, a un nivel de volumen de tener unos oídos inaugurados hace 96 años. Lo queremos mucho pese a esto.

El caso es que la negociación no servía de nada. Los niños suplicábamos dibujos animados y él decía que las películas de caballos eran para niños, porque salían niños. Esto merece dos o tres líneas: según mi yayo, la aparición de cualquier persona menor de 12 años en una película, ya fueran esos niños rancios de sus ‘espagueti western’ de las cuatro de la tarde, o los psicópatas de ‘La cinta blanca’ de Haneke, o la del abrigo rojo en ‘La lista de Schindler’, significaba que esa película estaba creada para el público infantil. Gracias a mi yayo vi ‘La profecía’ a los seis años.

Había películas más fáciles de bicotear que otras. Con los ‘western’ de Almería, a la que al tercer o cuarto indio muerto se le cerraran los ojos atacábamos como un comando de infiltración israelí. Las tácticas para arrebatar el mando de una mano aparentemente muerta son muchas y variadas, y nosotros logramos un dominio que nos hubiera permitido dedicarnos al robo de relojes de lujo en Barcelona, sector en auge. Pero nuestro esfuerzo era estéril, porque una mínima variación en la sintonía de la tele volvía a despertarlo y rugía para recuperar su posesión.

Harto de que conspirásemos con su modorra para poner los dibujos, mi yayo, chapuzas digno de Benito Lopera Perrote, llegó a la conclusión de que un cordel atado al mando y a su muñeca era una medida de seguridad adecuada. Ahora todo estaba perdido. Desde aquel día el mando y mi yayo conformaron un solo cuerpo, con el cordel convertido en un emisario de su sistema nervioso central, y ya no había opciones para el golpe de Estado.

Mientras escribo, en su casa, suena el trueno de la tele, y sospecho que cuando se muera esa televisión se encenderá con el volumen a tope cuando empiece la tertulia de Trece Tv, y volverá a hacerlo con las películas de caballos. Adiestrada, como esos perros que marchan cada mañana al cementerio, porque saben que su dueño duerme allí.

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