La factura del incivismo
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Barcelona y el vandalismo

El problema que suponen las conductas incívicas no es solo moral o político, también tiene una vertiente económica que pesa más en momentos de crisis

Pintadas en la basílica de la Mercé, este jueves

Pintadas en la basílica de la Mercé, este jueves / Joan Cortadellas

El incivismo que padecen muchas ciudades no solo es un problema de ámbito moral o político, sino también económico. El civismo, como han reflexionado filósofos y pensadores, implica la expresión de un sentimiento de pertenencia a una comunidad y, en consecuencia, el respeto por el bien común. El contrato social que delimita la convivencia exige, más allá de la coerción hacia conductas punibles, una convicción en torno a los deberes cívicos, la amalgama que otorga cohesión al conjunto de la sociedad. Así pues, el incivismo, como expresión de una conducta contraria a la convivencia, atenta contra la idea de que es en los deberes cívicos donde se fundamenta la fortaleza de una democracia. Estamos hablando de diversas actuaciones en las que se prioriza, por activa o por pasiva, una egolatría, una falta de sensibilidad hacia el otro o hacia lo colectivo. Desde la proliferación de la contaminación acústica a la falta de atención a los más vulnerables, pasando por acciones relacionadas con la seguridad vial que menosprecian a los peatones o la falta de responsabilidad en el cuidado de las mascotas o en la limpieza de las calles, estamos ante un escenario en el que sobresalen los atentados contra el patrimonio y el mobiliario urbano.

En el caso de Barcelona, las cifras son elocuentes y nos ofrecen la dimensión exacta del problema. En 2021 se limpiaron casi 280.000 metros cuadrados ensuciados por vandalismo de muy distintas maneras, co rotulador, espray o esmalte. En el primer trimestre de 2022, la cifra ya asciende a más de 70.000 metros cuadrados. La casuística es extensa y va de los grafitis o pintadas en paredes, fachadas y monumentos, a los ‘tags’, las firmas con que los incívicos dejan constancia de su actuación. Decíamos que el problema no es solo moral o político, sino también económico. La administración tiene que priorizar, y más en momentos de crisis, pero resulta que buena parte del presupuesto que podría destinarse a la adecuación o la rehabilitación de elementos patrimoniales (muebles e inmuebles: 1.500 elementos y esculturas censadas en la ciudad con interés histórico o artístico) se dirige a la eliminación de las gamberradas, un trabajo paciente, inadvertido pero constante al que el ayuntamiento destina unos 3,2 millones anuales, siendo de 7’4 millones el montante total para hacer frente a las múltiples acciones de incivismo en la ciudad. Todo ello sin contar, por supuesto, con las cantidades que las entidades privadas destinan a la limpieza de sus activos, como es el caso de ‘La ola’, de Jorge Oteiza, en la plaza del Macba, la pieza que sufre más atentados y que ya requiere, aparte de las acciones puntuales, de una actuación regular de reconstrucción global para evitar su degradación.

Carmen Hosta, la responsable municipal de mantenimiento del espacio urbano, aclara que una de sus prioridades es intentar borrar la pintada lo antes posible, con la prevención de intervenir para eliminar el daño causado sin que ello afecte a la integridad de la pieza. Y también con la idea de evitar la llamada “teoría de las ventanas rotas”, una formulación de ciencia política que advierte del aumento de vandalismo cuando en el entorno se tolera la degradación o no se actúa rápida y decididamente para el retorno a una normalidad: esa que debería ser el barómetro de una ciudad respetuosa con aquello que es patrimonio de todos.