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Controversia alemana sobre Ucrania

La gente protesta contra la operación militar de Rusia en Ucrania, frente a la Cancillería en Berlín, Alemania.

La gente protesta contra la operación militar de Rusia en Ucrania, frente a la Cancillería en Berlín, Alemania. / EFE/CLEMENS BILAN

Albert Garrido

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El filósofo Jürgen Habermas publicó en mayo pasado el largo artículo Guerra e indignación que ha dado pie, dentro y fuera de Alemania, a un debate en los medios sobre el comportamiento frente a Rusia a raíz de la guerra en Ucrania. Grosso modo, Habermas afea la transformación de un sector importante del pacifismo en partidario de una implicación mayor en apoyo de Ucrania para frenar el expansionismo ruso, defiende la estrategia de prudencia desplegada por el canciller Olaf Scholz y resalta los riesgos de escalada nuclear inherentes a “comprometerse sin restricciones a armar a Ucrania”. Todo ello vinculado con el perfil psicológico de Vladimir Putin, al que presenta como “fruto de un historial de ascenso social y una carrera de buscador de poder racional y calculador formado en el KGB, cuya inquietud por las protestas políticas en los círculos cada vez más liberales de su propio país se agudizó con el giro de Ucrania hacia Occidente y el movimiento de resistencia política en Bielorrusia”.

A la versión posmoderna de la contención del enemigo, resucitada por la Casa Blanca desde el inicio de la crisis, Habermas opone la idea de que es preciso contener la presión sobre Putin porque, al fin y al cabo, es él quien eventualmente decidirá si Occidente ha cruzado el límite de la implicación directa en la guerra, e insiste en que nadie puede garantizar que se detenga la escalada si Rusia decide utilizar un arma nuclear táctica. A la indignación de cuantos critican “a un Gobierno federal reflexivo y cauto”, el filósofo responde con el recuerdo del pasado, con los frutos derivados del diálogo y de la salvaguarda de la paz. Y a quienes ven en la discusión entre alemanes una crisis de identidad al cambiar el sentido de la Ostpolitik y de la política de defensa, les alerta varias veces de los riesgos implícitos.

En las reflexiones de Jürgen Habermas alienta sin citarlo el recuerdo de la tormentosa relación histórica de Alemania con Rusia, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, cierto historicismo que pesa menos en los análisis en las generaciones más jóvenes o cuyo impacto ha atenuado una parte de la izquierda. Así sucede con Ralf Fücks, un destacado miembro de los verdes, exalcalde de Bremen, que presenta la que denomina política del miedo como el ecosistema ideal para que Rusia extienda el conflicto paso a paso. Algo en lo que coincide con los analistas del Pentágono y con pareceres tan autorizados como el del historiador Anthony Beevor, entrevistado por EL PERIÓDICO el pasado domingo: “Putin está desesperado por conseguir un alto el fuego y plantear una retirada. Pero estoy convencido de que solo haría ese movimiento para volver más adelante con más fuerza. La retirada rusa solo sería aceptable si Ucrania queda protegida por algo parecido al artículo 5 de la OTAN, que obliga a la Alianza a intervenir si Rusia vuelve a atacar”.

De tal manera, que la crisis parece entrar en un círculo vicioso: las condiciones mínimas para llegar a un desenlace negociado con Rusia son inaceptables para Rusia; las cesiones territoriales invocadas varias veces por Emmanuel Macron son inaceptables para Ucrania; un mayor compromiso de la OTAN sobre el terreno lleva inexorablemente a la escalada. Tampoco es de aplicación el modelo clásico alemán de Ostpolitik, que el historiador Adam Tooze presenta como décadas “durante las que el comercio y la distensión con la Unión Soviética sirvieron para empezar a derribar el telón de acero”. “Para tener buenas relaciones con Moscú –añade Tooze en un artículo publicado a finales de mayo– siempre ha habido que pactar con el diablo”. Y habida cuenta que no es posible seguir por ese camino, el historiador habla de un auténtico Zeitenwende (punto de inflexión) en 2022 al que, por cierto, Anthony Beevor equipara en importancia a 1914 y 1945.

Puede decirse, incluso, que el vínculo de Alemania con Rusia fraguado en una Ostpolitik que rehuía el choque de mentalidades alienta detrás de la dependencia energética que hoy lastra la economía europea y plantea un problema de dimensiones inconmensurables: nadie puede garantizar que a la vuelta de un par de semanas, Rusia abra de nuevo la espita del gasoducto Nord Stream 1 y cancele la incertidumbre acerca de los recursos energéticos de los que dispondrá la Unión Europea a partir de otoño. Nunca fue tan flagrante un error de cálculo basado en el convencimiento asentado en la década de los noventa –presidencia de Boris Yeltsin– de que la Rusia surgida del hundimiento de la URSS era la viva imagen de un universo derrotado, aunque con un arsenal nuclear inmenso, un detalle no menor.

Timothy Snyder, profesor de la Universidad de Yale, es el crítico más radical de Jürgen Habermas, a quien reprocha que presente sus argumentos a partir del “cómodo contexto de Alemania Occidental durante la guerra fría”. En su trabajo Alemanes, no tomar partido es ser parte, afirma que “contribuir a que la opinión pública alemana se incline por la idea de que Ucrania no puede ganar la guerra (…) ha hecho que sea más probable la derrota de Ucrania”. De igual manera, cree que “invocar el poder de las armas nucleares en la política internacional” hace más probable una guerra nuclear. Y remata la digresión así: “Hablar de las armas nucleares como si fuera una especie de objeto sagrado que vuelve invencible a quien lo tiene equivale a hacer propaganda de la proliferación nuclear”.

Quizá debiera haber dicho Snyder que el objeto sagrado, más que invencible, hace intocable a su poseedor. Las primeras potencias que dispusieron de la bomba, las que se sumaron más tarde al club y las que parecen tenerla desde hace poco (Corea del Norte) o aspiran a ello (Irán) comparten esa idea. Rusia y la OTAN, también, sin ninguna duda, y, al mismo tiempo, están convencidas de que las armas nucleares les otorgan un altísimo grado de impunidad: salvo un caso improbable de riesgo extremo de supervivencia, ninguna potencia nuclear se expondrá a una escalada apocalíptica para acudir en auxilio de un aliado acosado por una potencia nuclear. Como dice Habermas, “Occidente, con su decisión moralmente bien fundamentada de no ser parte de la guerra, se ha atado las manos”. No solo al poner límites a su apoyo a Ucrania, sino al someter la economía europea a una prueba de estrés de desenlace más que incierto.

Los artículos de Jürgen Habermas, Adam Tooze y Timothy Snyder fueron publicados por ‘El País’ el días 8 y 22 mayo y el 10 de julio.

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