La piscina de ‘Alcarràs’
Desde hace años ha crecido el atractivo del entorno no urbano como materia narrativa
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Estos días de calor bochorno pienso en la piscina de Alcarràs. De la película ‘Alcarràs’, quiero decir. Han pasado unos meses desde que la vi, pero a ratos me retornan escenas que reflejaban la mirada delicada y al mismo tiempo áspera de su directora, Carla Simón. Pienso en la piscina de la familia Solé, junto a la masía y los campos: al principio la vemos vacía, abandonada al frío del invierno, y hacia el final vuelve a aparecer, cuando la desdicha de los melocotoneros ya no tiene marcha atrás. A pesar de la rabia de Quimet y su familia, los vemos bañarse y jugar en el agua, como si esos metros cúbicos de frescor fueran un espacio libre de problemas, o una válvula de escape. Este contraste entre la vitalidad familiar y cotidiana, por un lado, y la esclavitud del trabajo campesino para quien está a la intemperie en un mundo que acaba es uno de los tesoros de la película.
‘Alcarràs’ no es, ni puede ser, algo aislado. Desde hace años ha crecido el atractivo del entorno no urbano como materia narrativa. Se publican más novelas que hablan del carácter que imprime la tierra en la que vives y has crecido –eso que ahora llaman el territorio–, se hacen festivales literarios que analizan la relación entre la literatura y el paisaje, la ruralidad, la montaña, el campo... Son buena muestra dos buenas novelas recientes de autores jóvenes: ‘Distòcia’, de Pilar Codony (L'Altra), y ‘No se’n surt’, de Jordi Brescó Montserrat (Pagès editors). Aunque comparten ambientación rural, son relatos muy distintos. En ‘Distòcia’, el epicentro es una granja ganadera del Pla de l'Estany; en ‘No se’n surt’, todo pasa en Castellserà, un pueblo de la llanura de Lleida enterrado en la niebla. A través del trato con vacas y ovejas, perros y gatos, Pilar Codony narra en ‘Distòcia’ el día a día de Goja, una granjera que vive sola y está embarazada. Las relaciones con la gente que le rodea y con los animales son inseparables a la hora de decidir si aborta o no. Goja, leemos, está convencida de que “animalidad y entendimiento se llevan bien y se complementan”. En ‘No se’n surt’, Berni es un joven que vuelve al pueblo para ir al entierro de un viejo amigo. Se marchó bruscamente, cinco años atrás, y su aparición reabre heridas, cuentas pendientes; el forastero de Barcelona se encuentra con el desprecio de los viejos amigos, sobre todo de Magí, que dejó sus estudios para trabajar en la granja de cerdos de la familia.
En ambos libros se describe con devoción el paso del año reflejado en el paisaje, el privilegio del silencio y la luz. Pero tal como intuimos en el Quimet de ‘Alcarràs’, existe en los dos personajes principales de estas novelas un orgullo interno, atávico, que se proyecta con crispación hacia los demás, casi como un mecanismo de defensa. Con toda la aspereza que haga falta, me pregunto hasta qué punto son expresiones de rebeldía, ejercicios de realismo que pueden verse como un antídoto para desmitificar una imagen bucólica que creció durante el confinamiento y la pandemia, con la visión idílica de un entorno neorural.
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