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Boris Johnson alarga la crisis

Boris Johnson

Boris Johnson / Chris J. Ratcliffe/Bloomberg

Albert Garrido

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La caída de Boris Johnson carece de la grandeza dramática de un personaje shakespeariano y tiene, en cambio, bastantes rasgos de una previsible comedia de enredo o sainete, o de ambas cosas al mismo tiempo. El final de la carrera política del primer ministro del Reino Unido guarda algunas enseñanza acerca de cuáles son los riesgos que corre un gobernante cuando se cree con poder y atributos suficientes para desafiar todas las convenciones todos los días. Decir que “Boris Johnson solo ha sido Boris Johnson” desde el principio, como ha escrito un analista en The New York Times, es hilar fino aunque aparentemente la frase no es más que un juego de palabras. Pero no lo es: el premier llegó al 10 de Downing Street con un equipaje de mentiras, extravagancias y gusto por el histrionismo que a nadie puede sorprender. Su papel en el partygate, su desprecio por las normas más elementales de prudencia al apoyar a un más que presunto acosador sexual, su populismo desmesurado al promover el Brexit, primero, y violentar la aplicación de lo acordado con la UE para Irlanda del Norte, después, aportan indicios esclarecedores del estilo johnsoniano.

Boris Johnson ha hecho de Boris Johnson con la precisión, determinación y desparpajo que cabía esperar del personaje. También con grandes dosis de impunidad al imaginarse protegido del escrutinio público al coronar la cima. Y ahora cree que puede manejar la crisis mediante un ceremonial que coloca al Partido Conservador en un brete, con las encuestas claramente en contra y una inevitable carrera entre primeros espadas que aspiran a sucederle. Si como vaticinan los cálculos más optimistas, la crisis se cerrará entrado septiembre con la elección de un nuevo líder tory, la consecuencia inmediata es que los dos próximos meses contendrán los ingredientes necesarios para agravar el desgaste del partido, obligado, quizá, a dar curso a una larga y puede que agria competición entre rivales salvo que en pocos días se destaquen un par de ellos y los demás renuncien a la pelea.

Para que tal cosa sea posible, para que la crisis tenga un poder de erosión asumible, es imprescindible que Johnson ponga de su parte y atienda a la sensatez de cuantos le exigen que abrevie los trámites. Pero el ánimo de Johnson está lejos del espíritu diligente que le reclaman los suyos y los condena a una batalla por el liderazgo al negarse a dejar el 10 de Downing Street a la mayor brevedad. The Guardian ve en ello un desafío del premier a quienes lo han dejado en la más absoluta y patética soledad, el Financial Times augura que Johnson aún puede causar problemas reales a su partido en los próximos meses y The Times lamenta que con su proceder saca a la luz la amarga lucha por el número 10. Se trata de diferentes versiones de una misma conclusión: el daño causado por el líder saliente puede aumentar a poco que este provoque una prolongación del procedimiento para sustituirle.

La muy antigua convicción de que el alargamiento de una crisis la agrava irremediablemente se hace así realidad a las puertas de un futuro más oscuro de lo que se pudo intuir cuando Rusia desencadenó la invasión de Ucrania. El temor a una economía en recesión, fruto de las incertidumbres asociadas a la guerra, más la panoplia de malas noticias que aguardan a la vuelta de las vacaciones son razones suficientes para que el establishment británico reclame con razón el acortamiento de los plazos para que el sucesor de Johnson ocupe cuanto antes el puente de mando. Dicho de otro modo: urge al Reino Unido disponer de un gobernante previsible, convencional y comedido capaz de gestionar el porvenir sin salidas de pata de banco. Como ha escrito un editorialista, ha vencido el tiempo de épater le bourgeois, un cometido en el que Johnson se prodiga desde siempre.

A los conservadores también les urge salir del laberinto. Por más que se esmeren, ya nada les privará de pasar a la historia como el partido británico que peor ha administrado una mayoría absoluta, el próximo primer ministro se hará cargo de la situación con una desventaja de entre ocho y diez puntos con relación a las expectativas electorales del Partido Laborista y el riesgo de crisis social asociada a la recesión enturbiará el horizonte. Las lecciones impartidas por los electores británicos desde el final de la Segunda Guerra Mundial justifican todas las alarmas: si Winston Churchill perdió la jefatura de Gobierno inmediatamente después de la victoria de 1945, ¿cuál puede ser ahora la suerte de un partido desprestigiado en el que, en mayor o menor medida, cabe considerar a sus dirigentes más relevantes cooperadores necesarios en la tolerancia y encubrimiento de las extravagancias johnsonianas?

El problema es que la reparación de los daños causados por Boris Johnson no podrá ser ni rápida ni fruto de medidas expeditivas. El primer ministro “fue derribado por su propia deshonestidad”, subraya el semanario The Economist, y añade: “Las huellas dactilares del señor Johnson están por todas partes en el desorden de hoy y los problemas son más profundos que un solo hombre”. El diagnóstico está impregnado de realismo; dar con una senda de trabajo reconocible requiere, entre otras medidas, desactivar la influencia en el campo tory de no pocos oportunistas que creyeron que con la victoria del Brexit en 2016 podían cambiar el rumbo del partido de forma similar a como en su día lo hicieron los neocon en Estados Unidos hasta colonizar por completo el Partido Republicano. Y ese saneamiento supone bucear en la trama de intereses que desgajó al Reino Unido de la Unión Europea, acometer una operación extremadamente delicada que puede agudizar la crisis de identidad de los conservadores si no se aborda con tacto extremo.

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