Esta vez Nadal estaba lesionado
Nadal tiene la necesidad imperiosa de hacernos partícipes de sus achaques, como si nos tuvieran que importar; y si por un casual se olvida de mencionarlos, siempre hay algún periodista que le saca del apuro
Albert Soler
Periodista
Nadie esperaba que Nadal abandonara Wimbledon. Nadie lo esperaba porque nadie creía que la lesión abdominal fuera grave. Es lo que ocurre cuando te pasas la vida quejándote: cuando tienes motivos de verdad, no te creen. Personalmente me encanta que Rafa Nadal gane, daría lo que fuera porque jamás perdiera un partido. No es que sea amigo mío, ni siquiera nos conocemos, o sea que debería darme lo mismo Nadal, Djokovic o Fomin, que es uzbeko y anda por el puesto 404 de la ATP. El único tenista que alguna vez me despertó interés fue Nastase en los años 70, y eso porque se tomaba el tenis -e intuyo que la vida- a broma, como está mandado en ambos casos. Si me gusta que gane Nadal es por una razón egoísta: porque así me ahorro sus excusas posteriores.
Tampoco es que, cuando vence, sus ruedas de prensa sean mucho mejores, su voz nasal con acento de pijo sigue ahí, y siguen ahí también las referencias a sus muchas dolencias, tantas que uno no sabe cuáles son reales y cuáles inventadas. Nadal tiene la necesidad imperiosa de hacernos partícipes de sus achaques, como si nos tuvieran que importar; y si por un casual se olvida de mencionarlos, siempre hay algún periodista que le saca del apuro.
- ¿Cómo es posible que te sobrepongas como un héroe, qué digo héroe, como un Dios romano, a problemas físicos con los que cualquiera estaría al borde de la muerte, y además seas así de bueno, sencillo, elegante y amable, además de guapo, que mira que eres guapo, bombón? - pregunta algún plumilla tras secarse la baba.
En fin, con paciencia, eso se puede soportar, pero sus explicaciones tras caer derrotado, eso ya no. Aunque, eso sí, Nadal es un hombre educado, no en vano es de Mallorca y allí residió Robert Graves sus últimos años tras vivir en El Cairo con mujer, hijos y amante (para sobrevivir a eso hace falta ser educado en grado sumo). Por ello, porque es educado, tras una derrota, empieza siempre reconociendo el buen juego del rival: «Le felicito por la victoria, ha jugado muy bien. Pero...». Ay, ese pero. Ese pero es toda una doble falta. Tras ese pero, nos acecha -bien disimulada entre palabrería- la excusilla más peregrina, una antigua lesión casi olvidada, un tomate en el calcetín que le impedía concentrarse en el juego sabiendo cómo sufriría después la pobre zurcidora de la ATP, unas leves molestias en el lóbulo de la oreja o haber visto la noche anterior por TV un reportaje sobre cazadores de delfines. A ver quién es el guapo que puede ejecutar un 'passing' como Dios manda, después de ver lo que sufren estos animalitos.
José Luis González, mítico atleta de cuando deporte no era sinónimo de dinero, dijo que Nadal no debería hablar tanto de sus lesiones, eso es victimismo. A González no le recuerdo poniendo excusas al quedar segundo en el campeonato del mundo. Si uno no está para competir, no compite. Si lo está, compite y calla. A Nadal no le falta más que salir a la pista cantando me duele la panza, me duele el pie, me duele la tibia y el peroné. Ya tiene incluso a papá en la grada pidiéndole que abandone. Así, a la heroicidad de seguir jugando, suma la de desobedecer a papá, dos en una.
Y eso que uno, como catalán, debería estar acostumbrado a las excusas ante la derrota, que el lacismo es como Nadal, aunque sin ganar nunca ni un solo juego.
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