El Tribunal Supremo de EEUU y nosotros
Las fuerzas políticas deben dejar de confiar en que los tribunales van a hacer el trabajo que corresponde a los actores políticos: hacer buenas leyes
Xavier Arbós
Catedrático de Derecho Constitucional (UB). Comité Editorial de EL PERIÓDICO
Todavía resuenan los ecos de la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre el aborto, precedida de otra en la que recortaba el intento de restringir el porte de armas, y seguida de una más en la que se avalaba el rezo propiciado por el entrenador de un equipo deportivo de una escuela pública, tras un encuentro de fútbol americano. En poco más de una semana, se ha manifestado un giro importante, de signo conservador. Al ser resoluciones muy controvertidas, han disparado un debate político que tardará mucho en apagarse.
Nadie debería sorprenderse mucho por esa jurisprudencia: se corresponde con una mayoría conservadora, que, a su vez, responde a los nombramientos de magistrados de esa orientación. Una mayoría indiscutible, de seis sobre nueve. Y que, con toda probabilidad, va a durar mucho tiempo. A diferencia de lo que ocurre en muchos tribunales en todo el mundo, los magistrados del Tribunal Supremo no permanecen en el cargo un número predeterminado de años, ni se jubilan forzosamente al alcanzar una determinada edad. Permanecen en su puesto hasta su muerte, a no ser que decidan jubilarse antes. Suele decirse, bromeando, que los magistrados del Tribunal Supremo de Estados Unidos nunca dimiten, y raramente mueren. Aunque esa broma, a veces, deja un sabor amargo. Ruth Bader Ginsburg, la magistrada progresista por antonomasia, pudo haber renunciado durante la presidencia de Obama, como al parecer se le pidió. Murió como magistrada, y Obama, con la oposición de un Senado de mayoría conservadora, no pudo reemplazarla. Eso hubiera permitido que el entonces presidente cubriera su vacante con una persona de orientación parecida. De haber sido así, la mayoría de los conservadores sobre los progresistas hubiera quedado en cinco sobre cuatro, con la posibilidad de que alguno de los primeros, en algún caso, se decantara en favor de los argumentos del otro sector.
Cualesquiera que sean nuestras preferencias, la situación actual hace que el peso de las decisiones del Tribunal Supremo americano se prolongue en el tiempo, desconectada de las oscilaciones políticas de la opinión estadounidense. Pero esas deficiencias no pueden oscurecer la enorme influencia que tiene el Supremo estadounidense. La razón es bastante simple: sin la sentencia Marbury v. Madison, de 1803, las constituciones no tendrían el valor que hoy alcanzan en muchos países. En la citada resolución, el Tribunal Supremo determinó que no es posible aplicar una ley que sea contraria a la Constitución. La historia cambió con eso, porque significaba que los legisladores dejaban de ser todopoderosos: sus leyes debían respetar la Constitución como norma suprema. Ahora bien, ese cambio ha sido la fuente de debates interminables. ¿Por qué aceptar que unos magistrados impongan su criterio a unos legisladores democráticamente elegidos? La respuesta es que de este modo se garantizan los derechos de quienes son minoría entre los legisladores. Se trata de que nadie, ni siquiera los que son más fuertes por la mayoría de los votos que les respaldan, pueda hacerlo todo. El Estado de derecho se puede imponer así, también a las mayorías democráticamente elegidas.
La justificación que acabo de resumir suele resultar convincente. Lo habitual es que se acepten las resoluciones de los tribunales que controlan la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, cuando se trata de asuntos políticamente sensibles, como los que afectan a derechos fundamentales, se renuevan los reproches a la falta de legitimidad de los magistrados. Ha ocurrido y ocurrirá, pero la alternativa no es, en mi opinión, renunciar a un mecanismo que pone límites a las mayorías. Los tribunales deben esforzarse en explicarse bien, como si en cada sentencia se pusiera en juego su autoridad moral. Eso es lo que ocurre en los casos más importantes, como los mencionados al principio. Y, por otra parte, las fuerzas políticas deben dejar de confiar en que los tribunales van a hacer el trabajo que corresponde a los actores políticos: hacer buenas leyes, y asegurarse de que las constituciones enuncian claramente los derechos que haya que considerar fundamentales.
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