Artículo de Eugenio García Gascón

Agua sucia, agua limpia

Los extremos del arco político no muestran la menor intención de pactar porque han emprendido un camino distinto derivado de la seguridad que les da sentirse poseedores de una incontestable verdad absoluta

El Pleno del Congreso de los Diputados.

El Pleno del Congreso de los Diputados. / José Luis Roca

Eugenio García Gascón

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En cierta ocasión, pocos después de terminada la Segunda Guerra Mundial, alguien llamó la atención del canciller Konrad Adenauer sobre la gran cantidad de nazis y filonazis presentes en la estructura del estado alemán, recordándole que no era correcto que quienes habían perdido la guerra ocuparan en la posguerra posiciones y cargos tan destacados. Pero Adenauer zanjó rápidamente la cuestión respondiendo: “Hemos de usar el agua sucia mientras no tengamos agua limpia”.

A quienes critican la transición española iniciada a mediados de los años 70 se les podría decir lo mismo. Tras la muerte del dictador había, como en la Alemania de la posguerra, mucha agua sucia. Sin embargo, resultaba imposible prescindir de ella pues se necesitaba seguir viviendo y gestionar las instituciones en ausencia de abundante agua limpia. Como en Alemania, hasta el agua limpia era consciente de la urgencia de pactar con el agua sucia y de hacer concesiones para tirar adelante el país. De hecho, las dos partes cedieron de manera significativa y durante las siguientes décadas España prosperó en todos los ámbitos causando admiración incluso fuera de sus fronteras, en gran parte debido a la moderación política.

Hoy es habitual que muchos políticos y ciudadanos se rasguen las vestiduras al hablar de la transición, y la cuestionen con un histrionismo y una virulencia que no existieron en el pasado ni existen en el presente en Alemania. Es injusto, pues en cada momento las responsabilidades de la historia son distintas y van evolucionando de la mano del tiempo y de los acontecimientos de cada momento. Sin embargo hoy andamos sobrados de gente radical en ambos extremos del arco político, individuos escandalizados y profundamente desencantados con el discurrir de la política y que, a diferencia de lo que sucedió en la transición, no muestran la menor intención de pactar porque han emprendido un camino distinto derivado de la seguridad que les da sentirse poseedores de una incontestable verdad absoluta.

Poseedores de la verdad, sí, y con frecuencia no exentos de odio, ambos sectores están decididos a imponer sus ideas sin dejar espacio al compromiso, lo que es un mal augurio puesto que la extrema derecha y la extrema izquierda contienen en su propia ideología un germen destructor. La situación es probablemente más grave si se tiene en cuenta el comportamiento no menos intransigente de los nacionalismos, especialmente en Catalunya. Como se ha dicho en alguna ocasión, quienes hablan más alto y con más convicción de la libertad suelen ser los que menos toleran la libertad cuando alcanzan el poder, algo que ya está ocurriendo.

Además, los extremos se consideran paradójicamente la única agua limpia que hay. Todo lo demás es agua sucia con la que no es posible pactar, una intransigencia que no augura un futuro prometedor. Ciertamente, estamos en un mundo cada día más radical y polarizado, no solo en España sino en todo Occidente, empezando por Estados Unidos y pasando por los restantes países de Europa. La misma historia de España de los siglos XIX y XX debería alertarnos de las tragedias que se derivan del odio y la intransigencia, que en nuestro país abundan especialmente. La obra de Goya y la de tantos otros intelectuales recuerdan que la intolerancia suele ser más dañina aquí que en otros países del entorno más abiertos al diálogo y al compromiso.

Los políticos que defienden ideas fratricidas no están solos. Reflejan y responden a circunstancias aplicables a la sociedad en general. Por eso su obligación primordial consiste en no exacerbarlas. Sin embargo, vemos que hacen lo contrario, creando un clima de hostilidad permanente propicio para que estalle el caos. Dentro de la derecha y la extrema derecha se argumenta que la izquierda y la extrema izquierda quieren acabar con el orden secular; y al revés, la izquierda y la extrema izquierda acusan a la derecha de no estar a la altura de la modernidad que ellos encarnan. El resultado es una peligrosa dinámica de enfrentamiento que erosiona la sociedad y los pilares de la convivencia, como ha ocurrido en el pasado con tan desastrosas consecuencias. Nuestra impresión es que cada día hay menos agua limpia y más agua sucia por todas partes, una situación que si no se sanea conducirá a un porvenir complicado.

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