Los editoriales están elaborados por el equipo de Opinión de El Periódico y la dirección editorial
Editorial
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Editorial
De la copa a la agresión sexual
Sobran los discursos que culpabilizan: en un abuso sexual valiéndose de la influencia de drogas o alcohol solo hay un responsable y una víctima
Un fenómeno como la sumisión química utilizada como instrumento para llegar a la agresión sexual ha estado envuelto de dudas, prejuicios culpabilizadores, leyendas urbanas y falta de información. La escasez de datos sobre la violencia sexual en el campo específico del ocio nocturno y la dificultad de detectar en un análisis la presencia al cabo de unas horas de sustancias como la denominada burundanga aún complica más esclarecer la dimensión del fenómeno, como si no fuese suficiente la dificultad que supone el alto porcentaje de mujeres que (afortunadamente cada vez menos) no denuncian a sus agresores por miedo o por efecto de la presión social.
En el marco del plan para combatir la violencia sexual en el ocio nocturno durante este verano pospandémico (y ante la percepción policial de que no ha dejado de aumentar en los últimos años, con la única excepción de los periodos de confinamiento y restricciones de la movilidad), la policía catalana ha ofrecido un dato objetivo, aunque basado únicamente en el testimonio de las víctimas y sin constancia toxicológica: 288 mujeres han denunciado en el último año y medio haber sido víctimas de abusos o agresiones sexuales estando en situación de vulnerabilidad por el influjo del alcohol o las drogas, y de ellas 167 afirman que alguien les puso una sustancia en la bebida para adormecerlas.
Los discursos más retrógrados, que se han expresado de forma cada vez más impúdica no solo en las redes sino incluso en sede parlamentaria, dejan flotar una sombra de culpa sobre las mujeres que han visto violentada su libertad sexual en tales condiciones, o de duda sobre sus testimonios, especialmente cuando se trata de asegurar que se ha utilizado alguna sustancia química para limitar su capacidad de reacción. Los mismos que se han mofado del lema «sola y borracha quiero llegar a casa» esgrimido por la ministra de Igualdad, Irene Montero, son los que han votado en contra de la nueva ley de protección integral contra la violencia sexual, que cuando entre en vigor recogerá finalmente la reivindicación de que la sumisión química se considere un agravante suficiente para establecer que lo que hasta ahora podían ser tipificados como abusos, por no haber existido uso de violencia, pasen a la categoría de agresión sexual.
No basta en este sentido con la promoción de medidas de autoprotección, como la oferta, por parte de las discotecas que han decidido implantar una serie de criterios de protección de la libertad sexual de sus clientes, de vasos con tapas para evitar la introducción de sustancias sedantes. De nuevo, el foco se pone en la vigilancia por parte de la víctima, cuando debe estar situado sobre la figura del agresor. Tampoco importa si la sospecha de que se ha utilizado subrepticiamente una droga es infundada y la víctima estaba solo bajo los efectos del alcohol: tan agresor es quien se aprovecha del estado etílico de otra persona, quien la anima a llegar a él o quien le suministra otro tipo de sustancia, y tan víctima es ella en un caso como en otro. Porque, como se recordó en unas jornadas sobre este tipo de agresiones que se celebró recientemente en Pamplona, el alcohol sigue siendo el principal instrumento de las violaciones con sumisión química. Y no importan las condiciones, solo un sí, y pronunciado por alguien en condiciones de mantener su capacidad de decisión autónoma, es un sí. Sin que importen cualquier otro tipo de factores: ninguno puede relativizar la violencia que supone una agresión sexual.
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