Artículo de Ángeles González Sinde

Emociones arqueológicas

Vivimos en democracias y las obras públicas las sufragamos entre todos. No hay 'soy' sin el 'somos'

La Bastida de les Alcusses posee un gran valor arqueológico.

La Bastida de les Alcusses posee un gran valor arqueológico. / ED

Ángeles González-Sinde

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Estábamos en el yacimiento de Moixent o Bastida de Les Alcusses, en Valencia, un poblado ibero que apenas tuvo un siglo de vida 400 años antes de Cristo. Tres generaciones moraron allí. Poco sabemos de ellos, salvo que tuvieron que salir pitando cuando sus calles y viviendas fueron incendiadas no por invasores extranjeros, sino por enemigos de una aldea próxima con los que compartían idioma, costumbres, creencias. Nadie volvió a asentarse en esa cumbre llana y alargada que tiene unas vistas privilegiadas sobre dos valles. La vegetación, la lluvia y las torrenteras cubrieron murallas, patios, hornos, almacenes, cisternas, molinos, telares que quedaron intactos hasta que en 1928, y gracias a un vecino de Ontinyent que había detectado algunos pedruscos, empezaron las excavaciones.

Recorríamos la vieja vía principal. La fantástica arqueóloga-guía nos explicaba cuáles eran viviendas, cuáles edificios comunes, cuáles despensas o talleres, dónde estaban las entradas con sus guardias revisando los carros para que nadie comerciara sin control. Cinco eran las familias principales, dijo la guía. Alguien preguntó cómo se sabía, ya que es muy poco lo que se conoce con certeza de los iberos. Por no saber no se ha logrado aún descifrar ni su escritura ni su lenguaje, aunque parece que las inscripciones en plomo encontradas son notas contables. 'Money makes the world go round', para los iberos levantinos también. La arqueóloga contestó que lo sabían por unos restos votivos hallados bajo la puerta de la ciudad. Añadió que venían a ser como las placas que hoy en día mandan poner con su nombre los políticos en los edificios que inauguran. Ah, no, eso sí que no. Me di por aludida y salté. “No son los políticos los que mandan poner la placas, son los funcionarios”. Se hizo el silencio. Yo, entre abochornada por mi arrebato y aún cabreada, insistí “los iberos a lo mejor no tenían un sistema de administración, pero hoy son los altos funcionarios los que se empeñan en esa memez de las placas. Ellos mantienen la jerarquía y el aparato del estado. Los políticos están de paso.” Recordé el sonrojo que sentía yo siendo ministra al descubrir una de esas placas con las que no me identificaba.

Tres semanas antes había estado en Aranda de Moncayo y otra arqueóloga me había hablado de los asentamientos celtíberos en la zona. Yo había mencionado a los romanos y ella, presa de un arrebato similar al mío, los había descalificado con profundo odio y rencor: “los romanos arrasaron la civilización celtíbera”. La historiadora hablaba como si aquellos romanos acabasen de pasar por allí esa mañana y no hace dos mil años, como si todavía pudiéramos reclamarles por su abusivo comportamiento.

Al volver a Madrid, en el Museo Reina Sofía el presidente Sánchez y otros ministros se reunían para hablar de desertización. Esperaba para darles la bienvenida junto a Diego, nuestro responsable de protocolo, antes destinado en el museo de Altamira y ahora en un centro de arte rabiosamente contemporáneo. Cosas de la administración. Le pregunté jocosamente por el protocolo del Paleolítico superior. ¿Cómo se recibía entonces a los jefes de tribu? Me contestó, muy jocosamente también, que en realidad él de lo que sabe es del protocolo romano, esa es su especialidad y no la prehistoria. Le dije que me quedaba mas tranquila entonces, pues ya solo le separaban dos mil años del contenido de las salas del Reina Sofía. Él también estaba contento de haber avanzado de un plumazo 25000 años en el calendario. Por el bien de nuestra incipiente relación laboral, le confesé que, como licenciada en Clásicas, me había dolido escuchar a otros arqueólogos echar pestes sobre los romanos. Se rio y me comentó que no me preocupara, que a los del arte clásico les pasa lo mismo con los medievales, gentes toscas y atrasadas que destruyeron los avances de la sublime civilización greco-romana. Suspiré y le pregunté entonces si, bajo su punto de vista, esta costumbre de poner placas en los monumentos públicos con los nombres de los mandamases es un atraso o una hermosa tradición. Me habló de Mesopotamia. De los ladrillos fundacionales. De Egipto. De ediles y cónsules. Y de que imitamos el pasado y queremos dejar huella como lo hicieron otros desde el principio de los tiempos. Ya, objeté, pero ahora vivimos en democracias y las obras públicas las sufragamos entre todos. No hay 'soy' sin el 'somos'. Las tribus hacen los edificios, no los altos cargos, sean iberos, romanos, visigodos, medievales o mediopensionistas.

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