Artículo de Jordi Alberich
Teletrabajo y reducción de jornada
La renuncia a la presencialidad no responde a la naturaleza social del ser humano y acentúa esa lacra de individualismo que no conduce a nada
Jordi Alberich
Economista
Aún andamos discutiendo acerca de la conveniencia del teletrabajo, cuando surge la propuesta de la semana laboral de cuatro días. Una dinámica que viene de lejos y que tiene en la conferencia de Keynes en 1930 en la Residencia de Estudiantes de Madrid unos de sus hitos. Entonces afirmó que, al cabo de un siglo en el ya cercano 2030, la jornada sería de tres horas diarias. No acertó demasiado el ilustre británico pues también pronosticó que, por las mismas fechas, las desigualdades habrían desaparecido. Pero sí apuntaba acertadamente que, con el aumento de la productividad, el tiempo de trabajo disminuirían.
Así ha sucedido desde la revolución industrial y ahora, con la tecnológica, sería razonable considerar una nueva disminución. Pero depende de cada empresa concreta, pues la productividad no es homogénea y mientras algunas pueden contemplarla, para muchas resulta imposible. Por ello, buena parte de quienes aspiran a reducir su jornada, asumen que también deberán reducir sus ingresos.
Ello refleja una actitud generalizada en un mundo del trabajo alborotado. Así, en Estados Unidos vivimos el fenómeno de la Gran Renuncia, por el que millones de personas abandonan voluntariamente sus puestos de trabajo. O, cerca nuestro, nos encontramos con que diversos sectores productivos no encuentran personal, pese a que aún son más de tres millones los desempleados en España. Tras todo ello, un arraigado malestar de una ciudadanía que, por una u otra razón, se siente poco comprometida con el capitalismo de nuestros días.
Así las cosas, dos consideraciones. De una parte, la aspiración a una menor jornada resulta comprensible y, a medida que incrementemos la productividad, irá imponiéndose; el progreso bien entendido. De otra, la renuncia a la presencialidad no responde a la naturaleza social del ser humano y acentúa esa lacra de individualismo que no conduce a nada; el progreso mal entendido.
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