Un sofá en el césped
¡Hemos vuelto, Joan!
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Retengo en la memoria una imagen de Joan, mi hijo, sentado solo en la grada, después de una decepción (una de tantas, no importa cuál era) en el estadio de Montilivi. Hace unos días, antes del partido contra el Eibar, escribió un tuit. Hacía referencia a un mi artículo de hace cinco años que se titulaba: "Estamos en Primera, Joan, ahora sí". Antes y después de aquel 2017 hemos sufrido juntos muchas decepciones, muchas. Con él, con mis otros hijos, con amigos, con mi familia. Nos costó subir y nos costó mantenernos y bajamos sin saber cómo y después ha costado Dios y ayuda llegar hasta aquí.
Escribía Joan: “Y no dudes: un día tendrás que volver a escribir otro artículo parecido, y volverme a emocionar. Porque volveremos seguro, no lo dudo”. No sé si estoy en condiciones de escribir esta crónica, porque hace seis horas que el corazón está revolucionado, que no hago sino sufrir, que se me acumulan tantos episodios de fracasos que cuesta imaginar una noche como ésta. Pero estas palabras son para él, para los míos, para mi padre, que nos llevaba a Vista Alegre y que nos hizo ser del Girona. Todos los manuales de poética dicen que las emociones deben escribirse en la distancia, pero hoy cuesta mucho. Llego de ver cómo el sueño de Marc Gasol se convierte en realidad, en un pabellón de Fontajau al límite del éxtasis, y me encuentro con un Girona de fútbol que vuelve a Primera. Nunca había pasado en la historia. En una misma tarde, una noche inolvidable, que dos equipos de la misma ciudad alcancen la máxima categoría.
Grito de guerra
El viernes, dos espacios singulares y muy fotografiados de la muy fotografiada ciudad de Girona aparecieron ataviados con los colores de los equipos que el fin de semana se jugaban la posibilidad de subir a la primera división de los dos deportes que generan mayor entusiasmo colectivo en este país, con permiso de todos los demás. Uno de estos espacios era el puente de las Peixateries Velles, pensado y proyectado por la casa del señor Eiffel, que también tiene una torre en París. Había dos enormes sábanas que cubrían la estructura metálica (y roja) y que decían “Som-hi Girona”.
La “o” de Girona se alargaba como si fuera un grito de guerra y, en lugar de la vocal, estaban los escudos de los equipos de fútbol y de baloncesto, que nada tienen que ver, estructuralmente, pero que se hermanaban con la idea de que la ciudad viviera un día glorioso, el más glorioso, deportivamente, el más singular y homérico de toda su historia. El otro monumento es más antiguo. Tiene más de diez siglos y la forma con la que ahora lo conocemos, con la nave gótica más ancha del mundo, es de hace 600 años. Se llama catedral de Santa María y se mudó de piel porque se proyectaron, de noche, ambos escudos y el lema que habla de “orgullo gerundense”, el mantra que nos ha acompañado estos últimos años.
Antes de la batalla de Azincourt, Enrique V, con palabras de Shakespeare, alentaba a los suyos: “Los viejos olvidan; pero por mucho que él lo haya olvidado todo, siempre se acordará de lo que hizo ese día con más estallido de la cuenta”. Pienso en esto. Pienso en la emoción de mis hijos. Hemos vuelto. Y por partida doble.
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