Artículo de Olga Merino

¿Manga corta o manga larga?

El mangacortismo puede derivar hacia una aberración imperdonable: la camiseta de tirantes

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Olga Merino

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Hace cosa de mes y medio, antes de que se echaran encima estos calores del averno, Juan Tallón (‘Obra maestra’, Anagrama) lanzó, en esta tribuna y desde Ourense, una andanada contra la camisa de manga corta en verano, al considerarla una «prenda vacía» cuyo uso arroja por la borda cualquier atisbo de clase. Otra cosa son las camisetas, decía. Y los polos —añadimos—, llamados niquis en el desarrollismo, ese atavío de punto, con cuello, abotonado por delante en la parte superior, con cocodrilo, laureles o a pelo. Poco después, otro escritor, José Antonio Montano (‘Inspiración para leer’, Jot Down Books), recogía el guante en 'The Objective' y, desde la tórrida Málaga, arremetía contra la «cursilada» del mangalarguismo canicular y sus defensores, «eccehomos veraniegos» azotados por el anhelo culpable de tener que subirse las mangas a cada rato, de pelear con el «orugamiento» en torno a sus brazos, pues esos «pulserones flácidos» insisten en desplegarse enseguida. Un sinvivir. La condena textil de Sísifo. Así, el refrescante e inofensivo debate, tal vez la única serpiente estival que nacerá este año en el terrario, ha trepado hasta Twitter y se ha enriquecido con inestimables contribuciones de escritores como Sergio del Molino, Carlos Mayoral, Mercedes Cebrián, Rodrigo Blanco Calderón e Ignacio Vidal-Folch, para quien la camisa de manga corta es «una horterada triste con tufo a franquismo y a oficina siniestra».

Pues nada, si hay polémica, a por ella. Sobre todo porque viene de perlas en medio de la sofoquina, cuando toca arremangarse para escribir estas líneas, con las que me tiro a la piscina apuesta mediante: invito a comer a quien encuentre una fotografía en camisa de manga corta, una sola, de Marcello Mastroianni, emblema de la elegancia natural mediterránea. O de Jeremy Irons. Aun entendiendo la virtud intelectual de la vestimenta amputada (la simplificación), el mangacortismo encierra un problema estético que se bifurca: por una parte, (mostrar) menos es más a partir de cierta edad y, por otra, la prenda puede derivar hacia otras aberraciones imperdonables: la camiseta de tirantes, las bermudas (o peor aún, los ‘shorts’) y las chancletas de goma. La camiseta imperio solo se la perdono a mi padre en la intimidad doméstica y jamás en la mesa. 

Para el bochorno tropical se inventó la guayabera, de algodón o lino, esa vestimenta elegante, adornada con alforzas verticales, y bolsillos en la pechera y en los faldones (la guayabera de manga corta es otra atrocidad). En la combustión de La Habana, el poeta Lezama Lima vestía invariablemente de cuello y corbata y, según Cabrera Infante, solía bromear con el siguiente saludo: «Véame aquí en mi chaleco mozartino sobre mi vientre wagneriano». Si un caballero tiene calor, se aguanta o se sube las mangas. El arremangarse indica actitud, predisposición, arrojo. Mejor vestir manga larga por lo que pueda pasar. Los alemanes montaron dos guerras y las dos las perdieron. En la segunda, dice Josep Pla, les sorprendió el invierno en Rusia con manga corta.

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