Artículo de Jordi Nieva-Fenoll

En España está mal visto discrepar

También funciona en nuestras conversaciones cotidianas. Se eluden temas que pueden resultar espinosos, o se da la razón al otro para que se calle, o se realiza una intervención insistiendo en los puntos de acuerdo

Pedro Sánchez se dirige a Alberto Núñez Feijóo, en el Senado

Pedro Sánchez se dirige a Alberto Núñez Feijóo, en el Senado

Jordi Nieva-Fenoll

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Nadie reconoce explícitamente que discrepar suponga ofender, pero muchísimas personas lo sienten así en España. Es sumamente empobrecedor, y explicaría en buena medida por qué arrastramos nuestros problemas políticos durante siglos, o por qué muchos tienen la sensación de que en este país nunca nadie desea cambiar nada.

No deja de tener algo de cierto todo ello. En los congresos científicos, o incluso en los seminarios de formato más pequeño, en realidad se discute poco. El que se atreve a poner en cuestión lo que ha dicho otro, inmediatamente es observado como alguien molesto, como una especie de 'enfant terrible' que sólo busca faltar al respeto a quien acaba de realizar su ponencia. Eso favorece un silencio generalizado tras las intervenciones que es muy común en España, algo menos en América Latina y en parte en Italia. 

No es habitual en Alemania, por ejemplo, o en Francia o en el Benelux o en los países nórdicos, entre otros lugares. Se debate con mucha más naturalidad, fundamentalmente por dos razones. La primera es que quien discrepa está tranquilo, porque sabe que no va a prender un incendio porque discrepe, por lo que el tono de su intervención ya acostumbra a ser más relajado. La segunda es que la discrepancia suele ir acompañada de una reflexión, de un pensar en voz alta para justificar la objeción. Y porque, cuando se interviene, la mayoría de las veces no se objeta, sino que se invita al otro a ampliar su razonamiento mientras se expone el propio. Es un arte que, con todo, a veces fracasa y se produce el conflicto, pero no es lo habitual. Ese debate es sumamente enriquecedor, porque surgen decenas de ideas en todos los intervinientes. Es la principal parte constructiva de un debate. Pero insisto, muchas veces en España eso no se consigue. Como mucho se pregunta al conferenciante solo como si fuera un gran maestro, porque cualquier intervención que suponga apearle de su ego está mal vista.

Lo preocupante es que, como decía, esa manera de hacer también funciona en nuestras conversaciones cotidianas. Se eluden temas en las charlas que pueden resultar espinosos, y o bien se da la razón al otro para que se calle, o se realiza una intervención insistiendo en los puntos de acuerdo, dejando de lado las seguras discrepancias. Ha ocurrido mucho, y sucede aún, con todo lo relacionado con el 'procés', fuera y dentro de Catalunya, pero especialmente fuera. A veces pienso que sería más enriquecedor ofrecer los puntos de vista de cada cual y dejar que el razonamiento conjunto los apruebe o desmienta. Creo que sería más integrador, incluso. Pero es cierto también que hay una parte emocional en todo este tema y eso nubla la limpieza de los debates. Llega un momento que todos piensan mutuamente que no les van a entender, y se cambia de tema. Y así cada uno habla únicamente con quienes piensan como él y se reafirman cada vez más en su feudo de opinión, radicalizándose así las posturas al no tener contraste. Hace un tiempo que viene sucediendo lo mismo, por cierto, en las conversaciones sobre la extrema derecha.

Se pierden así todas las ventajas del método dialéctico: contrastar opiniones. Es el mismo método que se emplea en el proceso judicial, planteándose todo como un debate entre litigantes enfrentados ante un tercero imparcial, el juez, que formulará un juicio, su sentencia, tras haber observado las posturas de ambos. Llevamos milenios resolviendo conflictos pacíficamente gracias a ese método dialéctico. ¿Por qué renunciar a él en nuestras conversaciones cotidianas?

¿Por qué lleva la gente tan mal que no le den la razón? Ensucia y empobrece todo que sea así, particularmente el periodismo, pero también la política. Muchos periodistas no se plantean otra cosa que hablar y escribir para su parroquia de fieles. Ningún político piensa en términos de país, sino solamente en modo electoralista, para ganar elecciones. Y así se entrega un país al Brexit, se lanza a un Estado a una guerra o se despeña uno en una negociación política antes de ostentar la etiqueta infantiloide de 'traidor'. Todo por ganar elecciones. Los países son poblaciones y quienes las gobiernan deberían preocuparse más por su gente, y no solo cuando deben votarles. Quién sabe si aprender a conversar sería un buen camino para ello.

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