La España colonial
En España los que se benefician de la energía que producimos no son precisamente los pobladores de las regiones donde se consigue, que en cambio sufren sus consecuencias
Julio Llamazares
Escritor y guionista. Autor de 'Luna de lobos', 'La lluvia amarilla', 'Cuaderno del Duero' y 'Atlas de la España imaginaria'.
Al oeste de la provincia de León, allí donde el Bierzo se hace gallego, las ruinas de las Médulas hablan de la explotación del oro por los romanos hace 20 siglos como alrededor de ellas multitud de cielos abiertos e instalaciones ruinosas y contaminantes dan testimonio de las distintas explotaciones mineras que desde entonces han taladrado la geografía de la región igual que ha sucedido en otros territorios pródigos en minerales, la mayoría de ellos curiosamente hoy semiabandonados y empobrecidos a pesar de ello. Las empresas que se aprovecharon de sus riquezas huyeron de ellos dejando todo tirado y a su ventura.
Esos mismos territorios son hoy, sin embargo, objeto nuevamente de la codicia de otras modernas empresas que, expoliados sus minerales y su riqueza fluvial (las provincias con más embalses están también en esas regiones), se aprestan a aprovechar la única riqueza que ya les queda, que es la del viento. Día a día, florecen por todas partes parques eólicos y líneas de alta tensión sin importar que la naturaleza sufra con su instalación, ni siquiera aquella que está protegida por leyes. Ante la lluvia de millones llegados de Europa para la transformación energética y la necesidad de más energía tras la descarbonización del país y el encarecimiento de la que hay a raíz de la guerra de Ucrania (y de otras tensiones geopolíticas, la última la de Argelia), no hay protección legal que resista. Hasta reservas de la biosfera declaradas por la Unesco sucumbirán al avance de la codicia empresarial con el beneplácito de los políticos, cuya interrelación pasa ya de las famosas puertas giratorias. La tarta es tan suculenta que hasta los alcaldes de pueblo se pliegan a las pretensiones de aquellos a cambio de unas migajas en comisiones o puestos de trabajo. Y cuando todo termine, que terminará también, lo que quedará es el destrozo como pasó con la minería.
Lo peor de todo ello es que, además, hay una discordancia territorial que hace de España un país colonial y colonizado a un tiempo. Como sucedía en África hasta su descolonización (ahora también, pero de otra forma), en España los que se benefician de la energía que producimos no son precisamente los pobladores de las regiones donde se consigue, que en cambio sufren sus consecuencias. Salvo Catalunya, cuya balanza energética está equilibrada gracias a las centrales nucleares que tiene en su territorio (construidas por empresas nacionales, por cierto, o sea, por todos los españoles), el resto de las regiones sufren un desequilibrio injusto, pues las mayores productoras son las más pobres y las que más consumen, las más ricas e industriosas. Es decir, que, mientras unas sufren las consecuencias de la producción (pantanos, parques eólicos, torres de alta tensión, centrales eléctricas…), otras se benefician de ello sin que haya un reparto económico entre todas. Pasó con la minería y pasa ahora con las nuevas energías renovables, tan de moda.
Alguien dirá que los molinos eólicos se ponen donde hay viento y es verdad, pero no deja de llamar la atención que las comunidades autónomas que más energía eólica producen sean las más despobladas y abandonadas del país, con Castilla y León y Galicia a la cabeza, y Madrid, que es la tercera de España en consumo energético, no tenga un solo molino de viento en su territorio. Y no será porque no haya viento en las sierras de Guadarrama y Ayllón... A lo mejor es que los molinos de viento en estas molestan más a los madrileños que en las cordilleras Cantábrica e Ibérica, cuyos perfiles no alcanzan a ver desde donde viven.
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