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Editorial
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Editorial
Prostitución: abolicionismo, simbólico o real
La prohibición puede arrinconar la prostitución a una mayor clandestinidad si no se ofrecen alternativas a quienes la ejercen ni hay concienciación contra la demanda
El Congreso de los Diputados votó este martes a favor de iniciar el trámite parlamentario de una iniciativa del PSOE que modifica el Código Penal, en los artículos que afectan a la práctica de la prostitución, en un sentido radicalmente abolicionista. Con los votos a favor de los propios socialistas, del PP y de Podemos pero no de los ‘comuns’, favorables a una regulación de esta actividad, se pretende penalizar el proxenetismo, sin exigir que se demuestre una relación de explotación como ya sucede ahora con escasos resultados, así como, por primera vez, la gestión de locales donde se ejerza la prostitución y la acción de convenir una relación sexual a cambio de dinero por parte del cliente. En la práctica, aunque en ningún caso se contemple penalizar a quien se prostituya, una batería de medidas que implica la prohibición de esta actividad.
La abolición de la prostitución ha sido históricamente un objetivo del movimiento feminista, que siempre la ha visto como una forma de opresión y explotación, incluso cuando formalmente exista consentimiento por parte de la persona prostituida. Lo es, por supuesto, de forma flagrante en todos los casos en que está presente la trata, la intimidación, la coacción, la violencia, el abuso de menores o el aprovechamiento de las situaciones de vulnerabilidad económica de la víctima. Y así lo recoge la declaración de Viena de la ONU, que incluye la «prostitución forzada» como una de las manifestaciones de la violencia sexual contra la mujer. Pero ni siquiera cuando existe la voluntad explícita la relación de dependencia entre prostitutida o prostituido, cliente y, eventualmente, proxeneta, supone un modelo a normalizar bajo el concepto de «trabajo sexual» como propugnan las posiciones regulacionistas. No por una actitud de reparo moral hacia las relaciones sexuales libremente consentidas, sino de defensa de la dignidad y derechos de la persona prostituida, con su autonomía personal puesta en cuestión y sujeta a graves consecuencias sobre su salud física y mental.
La regularización, como la que plantean por ejemplo los diputados de los ‘comuns’, puede hacer aflorar situaciones ocultas y facilitar la atención de las personas integradas en el sistema prostitucional. Pero también puede hacer más fácil camuflar como situaciones reguladas casos de explotación, y legitimar y normalizar la prostitución (poniendo en cuestión una de las vías para combatir la perpetuación de cultura de dominación sexual, la sensibilización de los potenciales usuarios, especialmente los más jóvenes).
Pero a la hora de modificar el marco legal existente no se trata de aprobar las iniciativas que sirvan para lanzar más claramente al electorado la imagen de compromiso ideológico en esta causa, sino las que resulten más efectivas para avanzar hacia desaparición de este inmenso entramado que cuenta como cómplices activos a cientos de miles, si no millones, de ciudadanos, y como poco 45.000 mujeres y hombres en situación de prostitución. Sin ofrecer alternativas de formación e inserción laboral, ni fórmulas de regularización para la inmensa mayoría de personas prostituidas que tienen en su situación de residencia ilegal en el España el instrumento que las sitúa en situación de indefensión, y sin desarrollar un trabajo de concienciación para reducir la demanda, la prohibición puede acabar siendo un impulso para arrinconar esta actividad en ámbitos más clandestinos en que la explotación sea simplemente más invisible. Poco que ver, si fuese así, con el objetivo de avanzar hacia la abolición real y efectiva.
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