Artículo de Ernest Folch

El chantaje de los cruceros

La hiperventilación de Foment contra la posible y lógica regulación de los cruceros pone de manifiesto que en Barcelona la auténtica oposición la ejerce el poder económico

El crucero más grande del mundo, en primer término, en el Moll Adossat, hace unos días.

El crucero más grande del mundo, en primer término, en el Moll Adossat, hace unos días. / Joan Cortadellas

Ernest Folch

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¿Se acuerdan cuando, en plena pandemia, ciudadanos, políticos e instituciones de medio mundo, sin importar su color político, repetían, una y otra vez, que después de la pandemia teníamos todos que remar a favor de un mundo más sostenible? Si de alguna cosa sirvió el confinamiento fue para hacernos ver que el ritmo de vida que llevábamos era contraproducente, y que la pausa debía servir para replantearnos ideas nocivas como la del crecimiento infinito, y la contaminación asociada que iba con ella. Pues bien: ha sido salir de la pandemia y el sector turístico, como era de prever, hace como si aquí no hubiera pasado nada. En parte se entiende: el sufrimiento económico ha sido muy grande, como en muchos otros sectores, y hay desesperación por recuperar el tiempo perdido.

Pocas ciudades ejemplifican mejor la recuperación de visitantes como Barcelona, que ve como la cifra de turistas se acerca a la de 2019. Prueba de ello es la espectacular recuperación de los cruceros: hace una semana llegaron en un solo día 21.000 cruceristas, de los cuales 7.000 en un solo barco. Ha bastado que la alcaldesa Ada Colau pida un lógico replanteamiento general de las llegadas de cruceros a Barcelona para que le hayan saltado a la yugular Foment del Treball y el presidente del Port de Barcelona con el mismo argumento: acusan al consistorio de querer perjudicar al sector turístico y de ir contra el crecimiento económico.

No es la primera vez, ni será la última, que se usa el chantaje de la economía cuando se ponen delante argumentos medioambientales difícilmente rebatibles, como por ejemplo, que un crucero de los que llegan a Barcelona puede llegar a contaminar el equivalente a 100 millones de coches. Tampoco importa que, a pesar de lo que la patronal nos quiere hacer ver, el movimiento anticruceros es común en muchas ciudades europeas, como Venecia o Palma, donde el propio Govern balear ha tenido que imponer una limitación a un máximo de cinco cruceros al día. En Barcelona, el ayuntamiento apenas ha podido presionar para enviar los cruceros al puerto industrial, pero no tiene competencias para limitar y regular su frecuencia.

Al fin y al cabo, este es el verbo que teme el poder económico, 'regular', es decir, ordenar e intervenir sobre la actividad económica en beneficio de la mayoría. Porque los cruceros ponen encima de la mesa no solo la ordenación del espacio y la salud pública, sino algo tan elemental como quién manda en la ciudad. Y es que en Barcelona asistimos a un fenómeno realmente curioso: ante una oposición municipal desmemebrada y desorientada (nada lo ejemplifica mejor que la retirada de Elsa Artadi justo en el momento en que las encuestas le daban unas estimaciones desastrosas), quien ejerce de oposición es el poder económico y sus correspondientes altavoces mediáticos. La hiperventilación de algunos sectores con la voluntad de Colau de regular los cruceros recuerda inevitablemente la histeria que desata una minoría interesada en cada carril bici que se inaugura, cada 'superilla' que se propone o cada atasco que se produce, porque como sabemos todos en Barcelona no había atascos antes de Colau. En realidad, los cruceros son solo un síntoma más de las prisas que tienen algunos para asaltar el ayuntamiento e imponer un modelo de ciudad al estilo Ayuso en Madrid, donde puedan campar a sus anchas sin ningún tipo de limitación. Es posible que lo consigan, pero a veces se les olvida que todavía hay que pasar por las urnas y que a muchos ciudadanos que viven (y votan) en Barcelona les importa cada día más el aire que respiran.

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