Conjugar el verbo perder
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Puede que la imagen más icónica de la final perdida en Turín sea la de Aitana Bonmatí al recibir la medalla de plata, que no sé si es de plata, pero que, básicamente, certifica una derrota. Todos tenemos en la mente el menosprecio de muchos jugadores al tener que conformarse con el paripé de los perdedores, una procesión triste que quieres que acabe cuanto antes. Lo primero que hacen, la mayoría, es quitarse de encima el latón, el escapulario laico que les identifica como aquellos que no pudieron ganar la copa. Hay un deje de rabia y de impotencia, incluso de franca rebeldía contra el destino. Se la quitan enseguida y no hay nadie que vaya a fotografiarse con la medalla del segundo. Aitana Bonmatí, al recibirla de manos de Aleksander Čeferin, hizo lo contrario. Miro a la cámara, exhibió el trofeo con una tímida, apagada sonrisa y blandió la medalla con orgullo. Con orgullo y tristeza, claro, pero sobre todo con la convicción de estar (casi) en lo más alto. Esa fue la lección primera, la más importante, de una final que ya se daba por ganada antes de jugarla.
El mundo exterior es muy crudo, muy inhóspito, y no todo se reduce al país de las maravillas de una liga española sin contrincante y a una plácida competición europea…hasta las semis. El Barça femenino ha conseguido cosas que eran inimaginables hace pocos años. Ha sido el baluarte de la esperanza futbolística en un entorno árido, un desierto que solo se convertía en oasis cuando ellas tocaban el balón y jugaban a placer. Ha protagonizado hitos históricos que son más sociológicos que deportivos, porque, la verdad, convertir los cuartos contra el Real Madrid en un acontecimiento a escala planetaria tiene más que ver con la reivindicación feminista y la dignidad del deporte practicado por mujeres que con una rivalidad futbolística de alto nivel.
Este es el asunto. Tuvimos el sábado un amago de final y, al mismo tiempo, la constatación de una evidencia. Los aficionados desplazados en masa fueron al Piamonte para reverdecer aquellos tambores ya lejanos que sonaron por primera vez, en 1979, en Basilea, o para vivir su bautizo de azulgrana en tránsito. Y no se encontraron con el Wembley de hace 30 años, sino con la Atenas del 1994, cuando también se daba todo por ganado y la cosa acabó en tragedia.
En Turín no fue tan dramático porque las chicas actuaron con más empeño, pero certificamos el final de una ilusión. Las francesas, además de jugar mejor y de ser más poderosas, pusieron sobre la mesa las artimañas propias de un deporte que no es el campo de amapolas que algunos quisieron vender. Tampoco en versión femenina. El gesto de Aitana nos dice que ya (casi) son las mejores. Para quitar el paréntesis – y este es el resumen de la final – igual conviene menos edulcoración y más picante. “Me gustaría tener más exigencia”, dijo Alexia Putellas. Es decir, adquirir la conciencia que perder es un verbo que también se conjuga.
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