Matrimonios a la fuerza
Los matrimonios forzados existen allí donde haya comunidades africanas o asiáticas, no solo en sus lugares de origen
Valeria Milara
Periodista
Ninguna madre quiere hacer daño a su hija. Esa frase me la dijo una migrante de Gambia refiriéndose a los matrimonios forzados. Difícil de entender así a bote pronto, pero tras trabajar sobre el tema ves que esa es la realidad que han conocido. Donde nacieron y donde residen. Es el modo de vivir “correcto” y el que han de seguir. Nos gusta pensar que esta violencia sobre la mujer ocurre lejos. Pues no. Está a la vuelta de la esquina. Existe donde haya comunidades africanas o asiáticas, lugares donde se practica mayoritariamente. Ahora estas niñas venidas de allí o nacidas aquí han crecido y se han convertido en mercancía para esta crueldad. Ya sea por beneficio económico o por honor familiar.
El matrimonio forzado es una agonía que empieza años atrás de la boda, cuando las comprometen. A partir de ahí, en cualquier momento, llegando un día tarde a casa o por un simple cruce de palabras con un compañero de clase, pueden perder el honor y ser castigadas, pues ya están destinadas. Y si se niegan, pueden acabar como la joven paquistaní afincada en Italia a la que mató su propia familia por no querer casarse con un primo al que no conocía. Las cifras de casos suben. Aunque cuesta establecerlas, porque este tipo de violencia está muy silenciada, se calcula que desde 2017 las bodas forzadas han crecido un 60%.
Me emocionó el caso de una joven de Senegal educada aquí, a la que enviaron a su país y le quitaron la documentación. La casaron y hasta que no tuvo un hijo no pudo volver. Fue moneda de cambio para los papeles de su marido. Hoy se está divorciando. Su padre le ha quitado la palabra, su madre no. Pero esto no va de mujeres, va de hombres, porque son ellos los que deciden y ellas tienen poco o ningún margen de actuación. En una charla me decían que la solución inicial no está en la policía. Si un uniformado llega a casa, se llevará al marido. Y cuando vuelva la molerá a palos. Sin más. Una madre contará antes el problema a su enfermera o a su doctora, y una chica a su profesora o a una compañera de clase o trabajo.
Por eso, no hay mayor red que la que pueden tejer nuestros ojos, nuestros sentidos en general. Observemos. Si intuimos que alguien puede estar ante esa situación preguntemos, o sencillamente escuchemos. De haber nacido en otro lugar, nosotras podríamos haber sido ellas.
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