Artículo de Cristina Manzano

Bielorrusia: daños colaterales

El país presidido por Lukashenko se ha convertido en el último reducto de un mundo que fue. Atrapado por un pasado soviético que no ha sido capaz de soltar y por un dictador cuyo único objetivo sigue siendo su propia supervivencia

Svietlana Tsikhanoúuskaya, líder opositora bielorrusa

Svietlana Tsikhanoúuskaya, líder opositora bielorrusa

Cristina Manzano

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Una gran foto de su marido adorna la carpeta en la que guarda sus notas. Él, Siarhey Tsikhanouski, bloguero y opositor bielorruso, detenido tras anunciar que se presentaría a las elecciones presidenciales y condenado después a 18 años de cárcel; ella, SvitlanaTsikhanouúskaya, actual líder de la oposición democrática de su país en el exilio, sucesora accidental de su esposo en la contienda electoral, y vencedora moral de unos comicios en los que las acusaciones de fraude volvieron a perseguir al dictador, Aleksándr Lukashenko.

Tsikhanouúskaya ha pedido a los líderes europeos que no cesen de presionar con sanciones y otras herramientas, tanto para impulsar un diálogo entre el régimen bielorruso y su oposición política como para respaldar las aspiraciones democráticas de su ciudadanía. “Es importante mostrar cómo sería una nueva Bielorrusia y cuánto apoyo tenemos en nuestro deseo de ser un país democrático. Eso nos anima a continuar”, declaraba en una charla organizada por el Club de Madrid e IE School of Global and Public Affairs, en una visita a España esta semana.

Dicha visita se enmarca en la nueva dimensión que la invasión de Ucrania ha dado a sus demandas.

Tras meses de protestas que conmovieron al mundo, en 2020, Lukashenko pudo permanecer en el poder solo por el apoyo de Vladímir Putin. Hoy, Bielorrusia se encuentra en la encrucijada de una guerra de la que no quiere formar parte -solo un 3% de la población apoyaría participar militarmente del lado ruso, y la gran mayoría no está de acuerdo con la presencia de tropas rusas en su territorio- pero en la que su presidente desempeña el papel de cómplice necesario, en pago a los favores debidos a Moscú. Antes de la invasión, y con la excusa de realizar maniobras conjuntas, Rusia concentró hasta 30.000 efectivos militares en la frontera bielorrusa con Ucrania; después, numerosos ataques aéreos y misiles han sido lanzados desde allí.

Desde el principio de la contienda se especuló con la participación directa del ejército bielorruso, lo que ha sido siempre desmentido. El rumor es que fue la propia cúpula militar la que se negó a hacerlo. Como ocurre -ocurría- en Rusia, Ucrania es considerado un país hermano. Sí ha habido bielorrusos que han cruzado la frontera para combatir junto a los ucranianos y actos de sabotaje para dificultar los avances rusos.

En los últimos días, según el Ministerio de Defensa del Reino Unido, fuerzas especiales bielorrusas se habrían concentrado en la frontera ucraniana, ya sea para 'distraer' a las tropas ucranianas y evitar que refuercen los efectivos en el Donbás, donde se centra ahora el esfuerzo bélico, ya sea por atender a las reclamaciones de Moscú para una mayor involucración. Para colmo, hace unas semanas Lukashenko organizó un referéndum para cambiar la Constitución y permitir, entre otras cosas, el despliegue de armas nucleares -se entiende que rusas- en su territorio.

Bielorrusia se ha convertido, pues, en el último reducto de un mundo que fue. Atrapado por un pasado soviético que no ha sido capaz de soltar y por un dictador cuyo único objetivo sigue siendo su propia supervivencia; atrapado por la relación con un vecino gigante, poderoso y determinado a que su entorno siga dependiendo de él; atrapado también por la tradicional indiferencia del resto de Europa, que hace tiempo tiró la toalla atraída por otras causas más llamativas, más cercanas a sus intereses; atrapada, ahora, en medio de la contienda, entre el temor a nuevas sanciones occidentales, a verse envuelta en el fuego cruzado (incluso nuclear) entre la OTAN y Rusia, pero abocada a seguir el dictado de Moscú.

Frente a todo ello, impresiona el coraje y la valentía de una líder como Tsikhanouúskaya, convertida de la noche a la mañana en el símbolo de la lucha por la libertad, los derechos humanos y la democracia. Impresiona su firmeza, determinación y convicción. La fuerza de los que tienen claro cuál es el objetivo que quieren conseguir. Por eso, siempre que alguien le pregunta que pasaría “si Ucrania gana la guerra”, ella prefiere corregir y decir “cuando Ucrania gane la guerra”. Y ahí se abrirá, sin duda, una gran oportunidad para el pueblo bielorruso.

Pero esa demanda debe hacernos también reflexionar seriamente en esta parte de Europa. Tenemos la obligación de estar a la altura de los valores que decimos representar. No solo con Ucrania.

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