Artículo de Santi Terraza

El principal problema de Barcelona

La ausencia de proyectos transformadores y el rumbo incierto son preocupantes, pero corregibles. En cambio, lo realmente grave es que no hay sueños a realizar ni horizontes a los que llegar

Skyline Barcelona

Pumba produccions ha hecho este vídeo donde se ve el Skyline de Barcelona a vista de 'drone'. / periodico

Santi Terraza

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El principal problema de Barcelona no es la reducción de dinamismo, la pérdida de proyección o la falta de visión estratégica que en los últimos años está afectando a la ciudad. Todo esto condiciona, y mucho, a una capital que conserva talento y enormes posibilidades de atracción, pero que actualmente no logra relucir. Lo realmente preocupante es el estado de opinión negativo que sacude a la ciudad, que tal vez sea incluso superior a lo que imprime la propia realidad. Contra esto es mucho más difícil remar. El rumbo equivocado es corregible; pero, en cambio, las sensaciones negativas se incrustan en la piel y resultan difícilmente modificables a corto o a medio plazo.

Durante largos años, Barcelona vivió de los éxitos de 1992. La transformación positiva que experimentó la ciudad, su proyección exterior, la celebración de los mejores Juegos Olímpicos de la historia y el orgullo con el que los barceloneses hicieron gala de todo ello permitió crear una marca y una imagen positiva que se mantuvo durante años, también cuando la ciudad ya no respiraba esa frescura que había aportado el cambio de ciclo. Pero, treinta años después, Barcelona vive una dinámica totalmente opuesta: lo que antes era un espíritu optimista que se contagiaba entre toda su gente, se ha traducido en desconcierto y falta de ilusión colectiva, derivada de la ausencia de proyectos transformadores.

Pero lo cierto es que ni antes Barcelona era la mejor ciudad del mundo ni ahora es un parásito enterrado entre tonos grises. En Barcelona pasan cosas y algunas especialmente relevantes, como la designación de la Copa América de vela para 2024, la bienal internacional de arte Manifesta (también en 2024), el congreso internacional de arquitectura de 2026 o, sin ir más lejos, el Integrated Systems Europe, que se celebró hace unos días en Fira Barcelona y que es una de las principales ferias tecnológicas de Europa. Barcelona ha perdido dinamismo, pero continúa conservando encanto, capacidad de atracción y potencial, especialmente en el extranjero, donde no se aprecian –o se matizan– los problemas locales. 

La ciudad se mantiene como uno de los principales faros a donde a los europeos les encanta llegar, ya sea por turismo, cultura e incluso negocios. La solidez de la marca y el encanto de la ciudad compensan la ausencia de proyecto y, por este motivo, Barcelona continúa atrayendo iniciativas internaciones de notable valor, en las que también el Ayuntamiento juega un papel destacado. Lo que le falta a la ciudad, en cambio, es convicción y, en consecuencia, ilusión colectiva. Años atrás, todos estos destacados eventos hubiesen generado una complicidad acentuada en la población, que habría actuado como su abanderada.

Durante el sueño olímpico, Barcelona tuvo la mejor herramienta que puede disponer cualquier marca: la gente. Fueron los propios barceloneses los que se creyeron que tenían un producto de primer nivel, a pesar que muchos lo acababan de descubrir. Salieron a ganar, y lo hicieron por goleada. Y, además, jugando bonito. La alianza entre la marca y la gente fue imbatible

Pasqual Maragall diseñó un proyecto ambicioso, que dotó a la ciudad de infraestructuras y equipamientos de notable valor. Pero, sobre todo, Maragall y los Juegos del 92 lograron dibujar una ciudad amable, abierta y especialmente atractiva, que se situó en el centro de las miradas de todo el planeta. Tradición y modernidad se dieron la mano, como también lo hicieron mediterraneidad y europeísmo y una catalanidad abierta y un cosmopolitismo con identidad. Y detrás de este proyecto se había diseñado una impecable operación de imagen en la que los barceloneses actuaron como embajadores permanentes.

No todo fue perfecto en esos años, ni mucho menos. También se realizaron plazas duras que escondieron el poco verde que tiene la ciudad o se construyeron unas rondas que estaban colapsadas al segundo día. Pero la ciudad había protagonizado un cambio de tal magnitud que estaba preparada para resistir cualquier golpe, incluso los que tuvieron aspecto de chapuza. El escudo olímpico y el estado de felicidad que reinaba la ciudad duró décadas. 

Por el contrario, en la actualidad, Barcelona es una ciudad en la que la falta de liderazgo e ilusión colectiva condiciona cualquier movimiento. Los eventos que acoge pasan casi desapercibidos, a pesar de su importancia, y se presentan alejados de una población cansada, pasiva y distante. La falta de rumbo es preocupante, pero lo realmente grave es que los barceloneses ya no tienen sueños a realizar ni horizontes a los que llegar. 

Y lo peor de todo es que esto no va a corregirse por un simple cambio de correlación de fuerzas políticas o una sustitución en la alcaldía que pueda llegar el año que viene (no se aprecia en la oposición una sólida alternativa capaz de inyectar la ilusión necesaria). Tampoco lo cambiará la mejor campaña de publicidad que se pueda diseñar. Es algo que se ha instalado en la conciencia colectiva y, desgraciadamente, va a durar algún tiempo. De la misma manera que Madrid va a vivir de rentas de imagen durante años, a pesar de la inconsistencia de una parte significativa de sus propuestas.

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