Artículo de Jordi Nieva-Fenoll

Pegasus: primera filtración

El juez debe justificar que no se pudo recurrir a otra medida menos lesiva para conseguir investigar eficientemente, y que además existió una sospecha fundamentada

Margarita Robles en el Congreso de los Diputados durante la comisión sobre el espionaje con Pegasus FOTO JOSÉ LUIS ROCA

Margarita Robles en el Congreso de los Diputados durante la comisión sobre el espionaje con Pegasus FOTO JOSÉ LUIS ROCA / José Luis Roca

Jordi Nieva-Fenoll

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Tal vez era inevitable, pero no debería serlo. Cuando se produce la filtración de documentos oficiales sensibles, sean borradores de sentencias, vídeos de investigaciones policiales sometidos a secreto de sumario o, incluso, como ahora, nada más y nada menos que un documento relacionado con los servicios secretos del Estado, lo primero que hay que sentir es estupor de que haya gente tan disparatadamente cotilla como para no poder asumir con seriedad las responsabilidades ínsitas al cargo por el que cobra un sueldo que pagamos todos con nuestros impuestos. Y que, además, siempre encuentre a un periodista que le haga de correa de transmisión, a saber por qué motivos, aunque esto es tal vez sea lo de menos, dado que la libertad de información es uno de los pilares esenciales de la democracia.

Pero ahora ya tenemos algún párrafo, no se sabe si literal o no, ni acompañado de qué otros razonamientos, sobre la investigación secreta –es un decir– a políticos independentistas. Lo que ha trascendido no puede interpretarse con prejuicios. Sería fácil decir que el CNI estaba investigando delitos gravísimos que comprometían la seguridad nacional, insinuando los contactos rusos con el mundo independentista o haciendo mención de aquella plataforma fantasma de movilizaciones que derivaron en violencia –Tsunami democràtic– y que se esfumó aun más inopinadamente de como había aparecido. Y también podría decirse, haciéndonos eco del otro sector de opinión, que esto no es más que otro capítulo de una guerra sucia contra el independentismo orquestada desde los mismos servicios secretos que no detectaron aquellas famosas urnas. 

Todo se puede contar con más vocación de aterrorizar, de satirizar o ridiculizar o de refrendar lo que en el fondo se desconoce. Pero la realidad auténtica es que hasta que no dispongamos de los autos enteros que autorizaban las intervenciones, y sepamos en qué términos se formularon, no podremos hacer un análisis jurídico completo de la regularidad de lo acaecido. Es bueno no adelantar acontecimientos, porque nos podemos arrepentir mucho de haber sido prejuiciosos. Por eso, simplemente voy a presentar las dos posibles versiones de lo acaecido.

La primera es que todo sea fruto del ataque de nervios que sufrieron tantas personas no independentistas en España con los hechos de 2017. Son los que piensan que la secesión de una región es un trauma superior a la pérdida de Cuba, que no hay modo de tratar ese tema de modo democrático y que por tanto lo que hay que hacer es reprimirlo como sea. Y en ese “como sea”, desde luego entra espiar a políticos independentistas, potenciales destructores de España. Lo justificaría todo la “integridad territorial de España”, como dice el art. 1 de la Ley 11/2002 del Centro Nacional de Inteligencia. Desde luego, esta versión no es apta para estómagos democráticos sensibles, y nada nacionalistas –nacionalistas españoles– que no crean que la integridad territorial de un Estado merezca tanto sacrificio de derechos, pero muchos juristas la avalarían, por desgracia. Y es que con un movimiento político independentista hay que conversar, y no intentar correrlo a garrotazos.

La segunda es que ciertamente existieran motivos de preocupación graves, como podría ser haber buscado el auxilio militar de otros países para ejecutar la secesión por la fuerza, o bien que hubiera existido la tentativa de creación de un grupo terrorista. Asumamos que si así fue y ello no fue una mera conjetura, la labor de inteligencia la habría llevado a cabo cualquier otro Estado prudente.

El problema es que una conjetura no es suficiente para autorizar escuchas, y mucho menos para tomar casi al asalto todos los datos de un teléfono móvil. El juez debe justificar que no se pudo recurrir a otra medida menos lesiva para conseguir investigar eficientemente, y que además existió una sospecha fundamentada, es decir, unos indicios racionales de delito grave que no sean puras elucubraciones de los servicios secretos que el juez hubiera bendecido superficialmente, sin más. No sabemos si eso ocurrió, es decir, desconocemos el grado de reflexión de la autorización judicial. Y justamente eso es lo que debemos saber. Antes de que tirios y troyanos sigan filtrando impunemente.

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