Despedirse sobre el papel, en Twitter y en la calle
Después de seis años de columnismo ininterrumpido (agostos incluidos), me ausentaré unos meses. Pretendo escribir (“encarrilar la novela”, lo llamo) y un poco de silencio no me vendrá mal
Hay muchas formas de despedirse, pero ninguna mejor que la de Charles Dickens: en mitad de un estallido de carcajadas provocado por alguna de sus gracias, se ponía en pie de un salto, estrechaba la mano de su acompañante y se marchaba.
Quizás quería irse antes, o quedarse un poco más, pero el caso es que escogía ese instante. No es fácil despedirse ni en todo lo alto (porque estás disfrutando) ni en todo lo bajo (es similar a abandonar una mesa de juego o una parada de Nit Bus: siempre piensas que el golpe de suerte, o el bus, llegará justo cuando te rindas).
Hay despedidas muy largas (que solo demuestran las bajas ganas de irse y las altas posibilidades de volver pronto) y otras muy precipitadas. Las mejores de las primeras las he vivido en las tabernas gallegas, donde se enarbolan fórmulas cubistas como: “Marcho, que teño que marchar, que xa vai sendo hora de ir para casa” (spoiler: se queda). De las segundas, una que siempre me ha parecido muy sincera, aunque no siempre conveniente, fue la del primer presidente de la Primera República, Estanislau Figueres, que a los pocos meses de ocupar el cargo, durante un consejo de ministros, se levantó para dimitir y soltó en catalán: “Senyors, n’estic fins als collons de tots nosaltres” (y se piró en tren hacia París). Y luego está una de las mejores formas de despedirse: no despedirse.
Durante siglos el debate se dio en reuniones o bares, pero ahora se aplica a Twitter. Hay quien se despide y lo hace notar con un largo manifiesto que detalla lo tóxico que es ese lugar, donde ya no encuentra ni debate ni consuelo. Es el equivalente del “¡pues me voy!”, normalmente contestado a coro (tras el estrépito de portazo) con un “pues vale”. Cuando alguien se despide así de esta red social, automáticamente recibe (si es que sigue mirando sus interacciones, cosa que sospecho que sucede en el 99% de las ocasiones) las burlas de los que se quedan. Estos no admiten que, pese al portazo melodramático, en realidad el que se va ofrece razones muy ciertas (aunque no sean las que le han empujado a irse en realidad). Nadie que quiere quedarse un par de rondas más tolera que otro abandone a tiempo. Y esto pasa porque el que se queda busca algo, porque ahí está la comida, porque tiene una adicción, porque no tiene sitio al que volver o, en algún caso, pero muy pocos, porque lo está pasando verdaderamente bien (si la razón es la última, normalmente no le importará que alguien se vaya).
Decía que antes de darse en las redes sociales, la discusión sobre si despedirse o no se cultivaba en otras esferas, quizás más elevadas. En la alta sociedad francesa del siglo XVIII proliferaban los “sans adieu” (sin adiós). Despedirte personalmente de los anfitriones o de los invitados se veía con malísimos ojos. De algún modo, era como verbalizar un deseo (real) de no estar ahí, con ellos. De ahí la expresión de “irse a la francesa”, que ha mutado en nuestros tiempos a anglicismos como 'ghosting' o a sintagmas comiqueros como 'bomba de humo'. Por cierto, los franceses, para esa misma huida, usan 'filer à l’anglaise' (los estadounidenses: 'an Irish goodbye'… y podría seguir con el cruce entre países y culturas hasta desvelar el origen de la ensaladilla rusa).
Si esta despedida, la mía, la que formula esta columna, es larga es porque no tengo tantas ganas de irme y porque, si se se me permite, regresaré dentro de poco tiempo. Después de seis años de columnismo ininterrumpido (agostos incluidos), me ausentaré unos meses. Pretendo escribir (“encarrilar la novela”, lo llamo) y un poco de silencio no me vendrá mal, porque resulta que si hablas todo el rato no escuchas, ni siquiera a ti mismo, como quien come sin parar piensa que siempre tiene hambre, pero en realidad ha olvidado lo que es sentirla.
Así que no eres tú, soy yo. Sin melodramas ni tacos, despidámonos a media carcajada, con un chiste sobre el precio de la luz o con un recuerdo compartido. Voy a estrechar tu mano: límpiate antes el azúcar del donut y las virutas de croissant. Ahora.
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