Artículo de Andreu Claret

La metamorfosis de Vladímir Putin

El recuerdo de la historia gloriosa del pueblo y del Ejército Rojo solo le ha servido para tapar la derrota humillante que sus tropas han sufrido en Ucrania

El presidente ruso, Vladimir Putin.

El presidente ruso, Vladimir Putin. / -/Kremlin/dpa

Andreu Claret

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El desfile de este año en la plaza Roja no solo ha servido para celebrar la victoria sobre la Alemania nazi. Ha culminado la metamorfosis emprendida hace unos años por Vladímir Putin, experto en manipular la historia, para justificar sus costosas guerras. En otras ocasiones, el telón de fondo que presidió el desfile fueron las guerras de Chechenia o de Siria. Ayer fue la guerra de agresión que las tropas rusas libran en Ucrania (aunque él no mencionara el nombre de un país que considera inexistente). Con una diferencia: la de no poder exhibir una victoria, que es tanto como reconocer un fracaso, al no haber conseguido ni siquiera apoderarse de aquellas regiones de Ucrania donde es mayoritaria la comunidad rusófona. Si otros años Putin pudo ofrecer la supuesta liberación de los chechenos o la de los sirios, tras arrasar Grozni o Alepo, este año ni eso, pese a los misiles, las bombas y los muertos. El recuerdo de la historia gloriosa del pueblo y del Ejército Rojo solo le ha servido para tapar la derrota humillante que sus tropas han sufrido en Ucrania, hasta el momento. Por no poder, no ha podido ni siquiera ofrecer el cadáver de los últimos soldados que resisten el asedio de sus tropas en la acería de Mariúpol.

Durante mucho tiempo, escuchar a los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial hablar de sus hazañas era uno de los principales atractivos de cualquier paseo por el parque Gorki de Moscú en cuanto llegaba la primavera. No hacía falta ser ruso ni comunista para estremecerse ante aquellos relatos dantescos de la gran guerra patriótica que le arrebató a Rusia unos 27 millones de vidas. Solo el poderío de Hollywood consiguió hurtarle, en medio mundo, su condición de principal víctima y verdugo del nazismo. El 9 de mayo sirvió durante años para recordar y honrar a los protagonistas de aquella gesta. Padres, madres, abuelos y abuelas paseaban sus pechos cosidos de medallas por la plaza Roja hasta que, con el paso del tiempo, los sobrevivientes escasearon y las nuevas generaciones empezaron a mirar más hacia el futuro. Putin fue el primero en darse cuenta de lo que supondría perder esta condición de pueblo martirizado, y le dio al día de la victoria un sesgo nuevo, donde el desfile militar y la retórica sirven más a sus propósitos políticos que a una merecida conmemoración de la derrota del Tercer Reich. 

La soledad de Putin en la tribuna de la plaza Roja, rodeado de ancianos generales y veteranos de la guerra mundial, pero sin ningún mandatario extranjero, ni siquiera los de cuya amistad alardea, era toda una metáfora. Si a ello añadimos que en el desfile faltaban los soldados y los oficiales que están en el frente, o que han muerto a manos del Ejército ucraniano, y que había menos blindados que otras veces, porque no ha habido tiempo para reponer aquellos que han quedado destrozados en los trigales de Ucrania, la metáfora lo es también de una derrota humillante. Solo faltaba que los aviones destinados a cruzar el cielo de Moscú formando la Z de la llamada Operación Militar Especial no pudieran despegar por el mal tiempo, algo incomprensible teniendo en cuenta que Putin ha contado con el apoyo entusiasta del patriarca Cirilo, que lo es de Moscú y de todas las Rusias. No es de extrañar que, en estas circunstancias poco favorables, no se cumpliera ninguna de las predicciones. Ni proclamación de una victoria imposible de sustentar, ni huida hacia adelante con una declaración de guerra que supondría reclutar cientos de miles de jóvenes que hasta ahora han visto el campo de batalla como un tramposo videojuego. 

Nadie puede saber qué pasa por la cabeza de un hombre solo como Putin, que soñó en un paseo militar que le permitiera poner a un presidente títere en Kiev, como los tiene en Grozni o en Damasco. De tal modo que, para encontrarle una lógica a una actuación tan suicida quizás convenga recurrir a la historia que en Rusia explica muchas cosas. Chechenia está a menos de 100 kilómetros del Mar Caspio, Ucrania domina el Mar de Azov y el Mar Negro, y Siria tiene el puerto de Tartús en el Mediterráneo. Ya lo sabía Catalina II, la emperatriz que reinó durante 34 años, los suficientes para pensar que Rusia debía añadir a su salida natural al Báltico otra en el Mediterráneo. 

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