¿Quién quiere ser optimista?
Las guerras, la emergencia climática o las desigualdades económicas hacen prever un mundo que va imparable hacia la catástrofe
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
De vez en cuando me gusta releer la frase inicial de 'Habla, memoria', ese tipo de autobiografía que escribió Vladímir Nabokov. Dice así: “La cuna se mece sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas”. Luego Nabokov apunta que nos da más miedo y desasosiego lo que quedará cuando hayamos muerto —nuestra ausencia— que lo que ya estaba antes, cuando nosotros aun no existíamos. Dicho de otro modo: quizás nos guste creer que nuestro paso por la tierra ha dejado alguna huella, pero lo que inquieta a Nabokov es precisamente que la eternidad que nos aplasta por delante y por detrás nos hace a todos más insignificantes que una mota del polvo.
Podemos ver imágenes —fotos, películas— de antes de nacer, pero solo podemos imaginar cómo será el mundo una vez hayamos fallecido, y me pregunto si esta diferencia nos define como optimistas o pesimistas. Hoy en día, cuando miramos al futuro, solo podemos ser pesimistas: las guerras, la emergencia climática o las desigualdades económicas hacen prever un mundo que va imparable hacia la catástrofe. Pero también hay pensadores que miran hacia atrás y, con la perspectiva de los avances a lo largo de la historia, encuentran motivos para el optimismo. Es el caso de Oded Galor, economista que en el reciente 'El viaje de la humanidad' (Destino) analiza el pasado para entender qué es lo que falla en la relación entre progreso económico y desigualdad, y fija una idea innovadora para proyectar hacia el futuro: allí donde tradicionalmente la diversidad genética y la igualdad social estaba más extendida, se dan mejores condiciones la prosperidad de todos.
Claro que en medio de optimistas y pesimistas están los déspotas y los magnates egoístas que solo creen en el presente, como si eso les hiciese inmortales. Es el caso de Vladímir Putin, tan marmóreo e inflexible que ya parece una estatua. Quizás le iría bien conocer las palabras del otro Vladímir: Nabokov, un ruso como él y que hace 100 años tuvo que huir de su país por razones políticas, como ocurre hoy en día con muchos artistas rusos.
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