Artículo de Jordi Puntí

Cada palabra, una vez

Sin la red de seguridad de un Estado protector debajo, la sensación es que hay palabras que pronto se extinguirán, como el último ejemplar de un rinoceronte de Java

La librería Taifa de Barcelona.

La librería Taifa de Barcelona. / Sergi Conesa

Jordi Puntí

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Llevo unos días leyendo 'I si' (Arcàdia), el ensayo de Adrià Pujol Cruells que ofrece una serie de “especulaciones sobre lenguaje y literatura”. Es un libro divertido, juguetón, mordaz, polifónico ya ratos lenguaraz. Como un contrato entre autor y lector, es uno de esos textos en los que hay que leer la letra pequeña porque allí está el meollo: las notas a pie de página —y las notas de las notas, y las notas a las notas de las notas—. Muy al principio, entre los meandros de la digresión, Pujol Cruells perfila una especie de poética de su gesto literario (traduzco): “Yo me he hecho la ilusión de escribir al menos una vez cada palabra catalana”, dice, y sigue: “Trato de hacerlas vivir, que no suenen del todo extrañas por mucho que lleven cien años bajo el polvo del diccionario, en las cacofonías locales o en las cunetas del franquismo”. Es una idea bonita y algo melancólica, pero sin el dramatismo de esos escritores que durante el franquismo escribían —bien o mal— “para salvar las palabras”.

Esta ilusión cósmica de abarcar todas las palabras me retrotrae a una reflexión que me hago a veces sobre la lengua oral: hay palabras que no las dice nunca nadie, ni por casualidad, y no me refiero solo a cultismos o tecnicismos, y a lo mejor pasan semanas y meses hasta que alguien las pronuncia una décima de segundo. Es algo imposible de comprobar, claro, y este silencio es compartido por todas las lenguas, pero como el catalán vive siempre en la cuerda floja —me caigo, no me caigo— y sin la red de seguridad de un Estado protector debajo, la sensación es que hay palabras que pronto se extinguirán, como el último ejemplar de un rinoceronte de Java.

Por eso, me digo, tienen tanta gracia los juegos como el 'Paraulògic' o incluso los crucigramas, porque desde su carácter lúdico y arbitrario te obligan a decir y quizás aprender palabras que nunca esperabas conocer. Hace poco aprendí el significado de 'pec', 'rerecor' o la expresión 'fer fugina' (una antigua forma de decir “hacer novillos” en catalán). Fuera del diccionario, cada palabra puede ser un señuelo para la memoria: tesoros de la lengua que en manos de otro serían baratijas, para ti resultan valiosas por razones diversas, como la forma o el momento en que las conociste. Recuerdo el día en que un profesor me contó la lección de historia que esconde el tópico deportivo de la “victoria pírrica” (cuando el triunfo también conlleva grandes pérdidas, tal y como narra Plutarco que le sucedió al rey Pirros ante el ejército romano). O cuando un poema de Carlos Barral me hizo ver que el verbo 'ensimismarse' en catalán se convierte en 'entotsolar-se', y en alemán resulta más físico, 'in sichgehen', es decir: “ir hacia dentro de uno mismo”, reflexionar. O el día en que alguien me dijo que yo podía ser díscolo y diletante y pensé que así, juntas, las dos palabras ser convertían en un elogio. Y ahora que lo digo, me doy cuenta de que el ensayo de Adrià Pujol Cruells también se deja leer porque es díscolo, y diletante, y a ratos incluso te lleva a ensimismarte.

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