Artículo de Astrid Barrio

Razón de Estado, democracia y gobierno

Existen instrumentos avalados judicialmente que permiten monitorizar conductas presuntamente delictivas pero la disidencia política no lo es

Marlaska y Elena se reúnen en Madrid para seguir sus pactos

Marlaska y Elena se reúnen en Madrid para seguir sus pactos / Ministerio del Interior

Astrid Barrio

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El presunto espionaje a 67 dirigentes de partido y activistas independentistas a través del programa informático Pegasus, un programa al que, al parecer, solo tendrían acceso los estados, ha vuelto a situar en el debate público uno de los asuntos más espinosos al que se enfrenta el Estado en su formato democrático: la razón de Estado. Este es un concepto que se asocia a la propia idea del Estado moderno y que hace referencia a una forma de gobernar en la que el propio Estado, entiéndase su supervivencia, su consolidación y su expansión, pasan a ser considerados el fin supremo de la acción política; una acción que además, ya desde Maquiavelo, se desvincula de cualquier consideración moral y más adelante incluso de cualquier consideración jurídica, y que queda supeditada a las necesidades derivadas de cada caso concreto.

Sin embargo, este es un planteamiento que casa mal con la evolución que han seguido muchos estados modernos al convertirse en estados liberales primero y en estados democráticos posteriormente, puesto que la razón de Estado en su acepción más clásica entra en contradicción con algunos de los elementos constitutivos básicos de estos modelos de Estado. A saber, el imperio de la ley y la garantía de los derechos fundamentales. El primero, porque implica que los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos a la misma ley sin que quepan privilegios o excepciones, mientras que el reconocimiento de la existencia de derechos fundamentales ha de servir precisamente para proteger a los individuos ante los posibles excesos del Estado. Y eso es justo contra lo que atenta la razón de Estado. 

El Estado democrático puede y debe protegerse, y no caben dudas de la legitimidad de esta aspiración por muy líquidos o gaseosos que sean los tiempos que corren. Pero lo que resulta inaceptable es que espíe a sus ciudadanos saltándose los contornos del Estado de derecho y conculcando derechos fundamentales. Existen instrumentos avalados judicialmente que permiten monitorizar conductas presuntamente delictivas, pero la disidencia política no lo es.  Es por ello que la justicia debe depurar las responsabilidades. Y, sobre todo, arrojar luz sobre la eventual implicación de los distintos gobiernos. Y si la tienen, malo, porque es tan ilegal como ilegítimo que un gobierno democrático espíe a sus oponentes por mucho que estos desafíen el 'statu quo' político. Y si no la tienen y se demuestra que el espionaje se llevó a cabo por parte de alguna guarida del Estado es todavía peor, porque implicaría que el gobierno no controla a su Administración. Porque no hay que olvidar que la Administración es parte pero no equivale al Estado, y sobre todo, que no tiene vida propia al margen del Gobierno. La Administración es pura y simplemente el instrumento del que dispone el Gobierno para llevar a cabo sus políticas. Y por mucha continuidad que haya en algunos ámbitos de la política no es lícito que partes de la Administración segreguen intereses autónomos y actúen no solo de forma ilegal erigiéndose en guardianes del Estado al margen del Gobierno, que es quien está sometido al control y al escrutinio democrático.

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