Ágora

El inquietante laboratorio francés

Los franceses se decantan mayoritariamente por opciones extremistas, a pesar de que solo una pequeña minoría se sitúa en ambos polos, lo que pone de manifiesto el divorcio social y el hastío de las clases medias

Emmanuel Macron y Marine Le Pen

Emmanuel Macron y Marine Le Pen / AFP

Santi Terraza

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Que un 57,84% de los votos de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas hayan ido a parar a opciones radicales, de extrema derecha o extrema izquierda, ilustra el electrizante estado de opinión que vive un país siempre sujeto a las agitaciones sociales. Y este es el tono que marcará la segunda vuelta, en la que tanto Emmanuel Macron –probablemente el único líder que le queda a Europa, junto al no político Mario Draghi– como Marine Le Pen concentrarán tanto voto de adhesión como contrario al otro candidato. Francia es hoy en día un laboratorio social que merece una atención detallada, especialmente para España –y muy particularmente, Catalunya– que tradicionalmente han estado bajo su influencia sociocultural.

La suma de Le Pen, Zemmour y Dupont-Aignan –que representan las opciones que están más a la derecha de la derecha convencional– han supuesto el 32,28% de las papeletas de la primera vuelta. Y las de Mélenchon, Roussel, Potou y Arthaud –que abrazan la izquierda radical, el comunismo y derivados– han sido el 25,56%, que sumando la de los Verdes, de marcado tono izquierdista, y la ridícula aportación en esta cita del Partido Socialista alcanzarían el 31,94%

Pero, a pesar de estos porcentajes elevados en ambos extremos, solo un 9% de los franceses se sitúan ideológicamente “muy a la derecha”, según una encuesta de julio de 2021 de IFOP –uno los principales institutos galos de opinión–, mientras que un 4% lo están “muy a la izquierda” (un 22% se ubican en la derecha y un 19% en la izquierda). Es decir, los franceses votan opciones acentuadamente más radicales que sus propias posiciones

Lo significativo del estudio de IFOP es que el 46% de los consultados se ubican en el centro-derecha o el centro izquierda; en 2014 la suma de estos dos fragmentos acogía solo al 29%. En los últimos siete años, las posiciones moderadas han aumentado casi un 60%, mientras que los partidos de extrema derecha y de extrema izquierda han saltado del 47,31% obtenido en las anteriores presidenciales de 2017 al 57,84% de las actuales. 

Esta disfunción entre ideología y opción de voto pone de manifiesto el acentuado divorcio entre la clase política y la sociedad. No es nada nuevo ni exclusivo únicamente de Francia, ya que se trata de una práctica extendida en la mayor parte de Europa. Pero probablemente en ningún otro sitio como en el hexágono los electores se comportan con una radicalidad tan acentuada en el momento de depositar el voto, aunque ello suponga traicionar sus convicciones moderadas. 

El auge de los populismos de extrema derecha e izquierda en Francia es el reflejo del cansancio de la población respecto a sus políticos. Lo que ya han tenido no les ha funcionado y ya solo les queda lanzarse a los brazos de los que no han estado nunca arriba, por muy conocidos que sean, como la inconsistencia de los planteamientos demagógicos de Le Pen, Mélenchon o Zammour. Ya se reflejó así, en las municipales de junio de 2020, en la que los ecologistas fueron los vencedores y la fuerza más votada en la mayoría de las principales ciudades. Este domingo, en cambio, no llegaron al 5%… Lo conocido ya no funciona, aunque no hayan tenido ni media oportunidad para mostrar sus hipotéticas valías.

Este divorcio expone el hastío de una clase media castigada económicamente y atemorizada por la inseguridad. Y es el resultado de un cúmulo de errores que los gobernantes y las clases dirigentes han cometido a lo largo de las últimas décadas. Francia ya no es el bastión social de la vieja Europa, donde el Estado cubría las necesidades del conjunto de sus ciudadanos, garantizaba su protección y favorecía su proyección. La renta per cápita de los franceses es hoy un 6% inferior a la media de los países desarrollados y está un 15% por debajo de la de Alemania. Su deuda pública ha alcanzado el 118% del PIB, el doble que Alemania e igual a la de España, que siempre ha estado a una enorme distancia de sus vecinos del norte. Y no todo es culpa de la globalización. En Francia, la desindustrialización ha destruido 2,5 millones de puestos de trabajo en lo que llevamos de siglo y este sector ya solo emplea al 10% de los asalariados, pero en Alemania, donde los sueldos son más elevados, ocupa al 16%.

Si a esto se le suma la agitación de las 'banlieus' y el choque derivado de una parte cada vez más significativa de la población de origen inmigrante de abrazar el separatismo cultural y renunciar a los valores de la civilización aportados por su tierra de acogida, el cóctel ofrece demasiados elementos para prender en cualquier momento. Es el terreno ideal para el populismo, que –a diferencia de los Estado Unidos que votaron a Trump– ya no llega únicamente de la mano de los sectores menos culturalizados de la sociedad, sino también de la columna vertebral de sistema. Lo que Michel Houellebecq predijo para 2022 en su novela de ficción 'Sumisión', escrita hace siete años, no era únicamente un juego de ficción. 

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