No tengo un duro
¿Hasta qué punto no es mejor eso que volverse un hombre de negocios y un día hacerse rico de golpe, estafando millones en comisiones, porque se lleva en la sangre, y salir a dilapidarlos en yates, coches, casas, relojes?
Juan Tallón
Escritor.
Un momento culminante de los días adversos, en los que las cosas no van como te gustaría, llega cuando le respondes a un amigo: «No tengo un duro». Previamente él te propuso un plan muy apetecible, que por supuesto cuesta dinero. El contratiempo que significa no tener pasta tumba a la primera los mejores planes. Mucha pena. Lo expresó con fortuna Gordon Gekko en ‘Wall Street’, de Oliver Stone, al señalar que en los grandes negocios «si no estás dentro, estás fuera». Esta filosofía se adapta fácilmente a los negocios pequeños, a los sueños modestos. Cuántas veces se trata solo de salir a cenar, o de hacerse con unas entradas para un concierto, y renuncias porque ese mes andas sin blanca. También puede suceder que no lleves nada encima circunstancialmente. A mí eso me pasa todo el tiempo. Soy propenso a olvidar siempre algo importante cuando salgo de casa: las llaves, el teléfono, un bolígrafo, la cartera. Cuando te pasa ni siquiera puedes permitirte un helado almendrado.
Lo contrario a no tener un duro no es tanto tener mucho dinero, que también, como tirarlo. Qué gozada, tirarlo. Es una forma de vida. Por supuesto, se puede gastar con o sin clase. Scott Fitzgerald contaba que en 1923 quemó 36.000 dólares, es decir, todo lo que ganó. No representaban una gran fortuna, del tipo yate y casa en Palm Beach, pero debían dar, según él, para una casa espaciosa bien amueblada, un viaje por Europa una vez al año y uno o dos bonos.
Un día quiso averiguar a dónde habían ido a parar los 36 de los grandes, y se puso a sumar. Gastos domésticos prorrateados por mes: impuestos (198 dólares), comida (202), alquiler (300), carbón, leña, hielo, gas, luz, teléfono y agua (114,5), servicio (295), palos de golf (105,5), ropa para tres personas (158), médico y dentista (42,5), medicinas y tabaco (32,5), automóvil (25), libros (14,5), resto de gastos domésticos (112,5). Total, 1.600 dólares. Al sacar la media mensual de gastos que podían incluirse bajo la rúbrica de «placer» le salieron 400 dólares, repartidos así: hoteles con cargo de comida a la habitación en Nueva York (51), viajes (43), entradas para el teatro (55), barbería y peluquería (25), caridad y préstamos (15), taxis (15), bridge, dados y apuesta de fútbol americano (33), fiestas en restaurantes (70), ocio (70), varios (23).
Eran unos gastos bellísimos. Coincidamos en que Fitzgerald sabía tirar el dinero hasta quedarse sin nada. Atesoraba esa estilosa sabiduría, que al cabo lo conducía a entonar también a él la frase de los días hostiles: «No tengo un duro». ¿Hasta qué punto no es mejor eso que volverse un hombre de negocios y un día hacerse rico de golpe, estafando millones en comisiones, porque se lleva en la sangre, y salir a dilapidarlos en yates, coches, casas, relojes? Me agrada creer –con momentos de duda, a qué negarlo– que sale a cuenta vivir tieso. No está de más animarse pensando, como aquel señor, que al fin y al cabo tienes todo el dinero que se necesita para toda una vida, a cambio de que te mueras hoy por la tarde.
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