En los márgenes de Moscú
Pueblos olvidados, lejos de todo, abandonados... Aquello ya era la Rusia de Putin y puedo imaginar que todo ha empeorado
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Los buenos reportajes periodísticos no se olvidan. Hace casi diez años leí (y recorté) un artículo del ‘New York Times’ sobre la autopista que une Moscú y San Petersburgo, en Rusia, firmado por Ellen Barry. Entonces se llamaba la M-10 y era tan vieja y troceada que un viaje de poco más de 600 kilómetros se hacía en más de diez horas, eso cuando no se colapsaba por la nieve y los conductores quedaban atascados durante días en medio de la nada. La solución del Gobierno de Putin había sido construir un tren rápido que unía ambas ciudades y una autopista paralela —la M-11—, más directa y con pocas salidas, que no se terminó hasta el 2019.
Sin embargo, el artículo hablaba sobre todo de lo que quedaba al margen de la autopista, “la otra Rusia”: pueblos olvidados, lejos de todo, abandonados, con trabajadores que malvivían en viejos pisos del comunismo sin calefacción; niños que no iban a la escuela porque por ley ya no era obligatorio —con un 40% de analfabetismo—; campesinos sin recursos que veían cómo la naturaleza salvaje se comía su terreno. Una visión devastadora. Últimamente, claro, he releído ese artículo. Aquello ya era la Rusia de Putin y puedo imaginar que todo ha empeorado. En la última década, el populismo le ha llevado a gastar el presupuesto en réditos inmediatos, como el aumento de las pensiones, y ha reservado las grandes inversiones para infraestructuras de cara a la galería, como los Juegos de Invierno de Sochi en 2014 y el Mundial de fútbol de 2018, que a su vez le permitían limpiar la imagen de régimen totalitario —con la connivencia de las democracias occidentales—.
Estos días, para contrarrestar la absurda ola que confunde a Putin con Rusia y cancela todo lo que tenga que ver con la cultura rusa, he leído una nueva edición en catalán de los cuentos de Anton Chéjov (Club Editor). Chéjov publicó en un momento único, a finales del siglo XIX, cuando el poder absoluto de los zares ya se criticaba abiertamente y aún no había surgido el germen de la revolución obrera. Como trasfondo de sus historias emotivas, Chéjov mostraba —sin juzgar— a los campesinos que vivían en condiciones deplorables, la deslumbrante alta burguesía de Moscú, los vicios de un Estado regulado por pequeños poderes locales. Mientras leía algunas descripciones y diálogos, me preguntaba si hoy, 120 años más tarde, ese desgaste social ha cambiado. ¿Qué pensarán de la guerra (si es que saben algo) aquellos rusos que hace una década languidecían en los márgenes de la autopista? En el cuento 'El estudiante', por ejemplo, el protagonista vuelve a casa por un camino solitario, hace frío, y piensa que ese viento “soplaba en los tiempos de Riurik, y de Iván el Terrible, y de Pedro el Grande, y que también en aquellas épocas había esa misma miseria atroz, esa hambruna (...), la misma ignorancia, la misma tristeza, y ese mismo entorno baldío, esa oscuridad, esa sensación de cargar un yugo; todos aquellos horrores habían existido, existían y existirían, y la vida no mejoraría aunque pasaran mil años más”.
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