Artículo de Xavier Arbós

Constitucionalismo, populismo y guerra cultural

Para combatir a las opciones populistas hay que actuar en dos niveles. En el primero actúan los partidos políticos; el segundo nivel es el de la educación

Santiago Abascal.

Santiago Abascal.

Xavier Arbós

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Las democracias europeas empiezan a peligrar por el ascenso del populismo. Sus postulados simplificadores ponen en riesgo el Estado de derecho, porque erosionan su legitimidad. El populismo, exaltando la superioridad moral del pueblo, ataca los límites que la supremacía de la constitución impone a la voluntad popular. Son presentados como un atentado a la soberanía del pueblo, y como formalismos sin más sentido que proteger los equilibrios políticos existentes. Los populistas son los “terribles simplificadores”, cuyo peligro avizoraba en 1889 el historiador suizo Jacob Burckhardt, en una carta a su amigo Friedrich von Preen. 

Más que una opción política, el populismo es un método. En algún grado, es frecuente en muchas posiciones del debate público, pero es profusamente empleado en los extremos del espectro político. El populismo caracteriza a los antisistema, que, convencidos de luchar contra el Mal desde el Bien, no desean perder tiempo en analizar lo que se han propuesto reemplazar en cuanto puedan. Resulta muy atractivo para quienes se consideran marginados o despreciados, y no encuentran, entre los partidos tradicionales, quienes atiendan a sus demandas y comprendan su malestar.

Algunas fuerzas políticas han nacido con la voluntad expresa de dar voz a quienes creen no tenerla, y pienso que es el caso de los populismos de extrema izquierda y extrema derecha. Se distinguen por descalificar a los partidos tradicionales, y esas nuevas formaciones populistas les restan votos. Cuando eso castiga a la izquierda del sistema, sus adversarios de la derecha sonríen complacidos. Ven la erosión electoral del adversario, y les dan la oportunidad de asociarles con el extremismo. Si, en cambio, el populismo perjudica a la derecha del sistema, es la izquierda la que se regocija por los mismos motivos. Y se espera que cada sector se responsabilice de recuperar a sus votantes descarriados por el populismo.

Creo que en eso hay un error de percepción, que asume que los votos no se mueven entre izquierda y derecha. Me parece que cuando se acepta el discurso populista, quien hasta ayer votaba un partido de izquierda tradicional, mañana puede votar a la extrema izquierda. Y pasado mañana a la extrema derecha, si ve que los que parecían ser 'los suyos' han dejado de canalizar su rabia. Como es natural, el recorrido inverso también es posible. Por eso, para combatir al populismo hay que actuar en dos niveles. En el primero actúan los partidos políticos: tienen que recuperar a sus electores centrifugados por el populismo, y poner mucha atención a lo que les preocupa y les irrita. En ese desasosiego hay causas socioeconómicas objetivas, como el empobrecimiento de las clases medias. Pero también subjetivas, cuando hay miedo a que se impongan valores o estilos de vida contrarios a los tradicionales. Los partidos deben mantener los principios que les caracterizan, integrar las nuevas demandas que crean aceptables y escuchar a sus electores fugados. Incluso a los que han pasado al otro extremo. Con esa actitud pueden resultar convincentes; desde luego, no desde la prepotencia. 

El segundo nivel es el de la educación. El populismo actúa a sus anchas si leemos la realidad en términos de guerra cultural. De esta guerra, afortunadamente incruenta, se puede decir también que deja malherida a la verdad, a la que despoja de matices y manipula para que se convierta en munición retórica contra el adversario. Por eso, desde cualquier institución educativa hay que fomentar el pensamiento crítico. Pero no solo hacia lo establecido, sino también hacia sus alternativas mesiánicas. 

Es probable que los que nos dedicamos al derecho constitucional cargamos con parte de la responsabilidad por el ascenso del populismo. Centrados en el contenido de la constitución, quizá hemos dejado de explicar su sentido. Por miedo a adoctrinar, o a perder el aura de técnicos con la que aspiramos a ser vistos, damos poca importancia a los valores explícitos e implícitos de los textos constitucionales. Recordemos, pues, con el poeta latino Ovidio, que “las leyes se hicieron para que los más fuertes no pudieran hacerlo todo”. Incluso cuando, en democracia, el más fuerte es el pueblo.

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