Artículo de Albert Soler

El Sáhara y sus fosfatos

Llegaron a creer que su futuro importaba, cuando para España no son más que peones a intercambiar por un acuerdo medio bueno con Marruecos

Banderas de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD)

Banderas de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) / EUROPA PRESS / CEDIDA POR EL FRENTE POLISARIO

Albert Soler

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Todo lo que sé del Sáhara lo aprendí de niño, cuando la Marcha Verde. Salía la noticia en el telediario cada día, y cada día yo le preguntaba a mi padre -después de que este repitiera que la mejor solución sería disparar contra los civiles marroquís- qué importancia tenía un pedazo de tierra que yo imaginaba sin nada más que arena y algún camello, o así salía en los mapas.

-Es una zona rica en fosfatos.

Y yo asentía y callaba. No tenía ni remota idea de qué demonios eran los fosfatos, pero fueran lo que fuesen, si mi padre consideraba que por ellos había que defender el Sáhara hasta la última gota de nuestra sangre, yo estaba de acuerdo, que padre no hay más que uno. Lo más seguro es que él tampoco supiera qué eran los fosfatos, de algún lado habría sacado que en el Sáhara los había para dar y para regalar, y el hombre se los había hecho un poco suyos. Además, no es que entonces -como de costumbre- España tuviera mucho de nada, así que, si en la última colonia que manteníamos había fosfatos, habría que defenderlos incluso con la Legión. Fueran lo que fueran los jodidos fosfatos, eran nuestros fosfatos. Otros países tendrían petróleo, o diamantes, u oro, o industria puntera, o incluso democracia. Nosotros teníamos fosfatos, aunque los tuviéramos en África.

Cuando en el colegio salía el tema del Sáhara, y cómo no iba a salir si el único canal televisivo no hablaba de otra cosa, yo tenía siempre a punto la frase.

-Es que allí hay muchos fosfatos.

El efecto era inmediato, todo el mundo me daba la razón, nunca jamás nadie me preguntó -menos mal- qué eran los fosfatos, igual que nunca se lo pregunté yo a mi padre. Fosfatos. Casi nada. El Soler sabe de todo, pensaban mis compañeros. Y entonces ya podíamos empezar a jugar a legionarios contra moros, con un montón de fosfatos que defender y conmigo de capitán.

Un intelectual de los de entonces -que sigue en activo-, Francisco Ibáñez, solía sacar en las aventuras de Mortadelo la palabra ‘fosfatina’, que algo tendría que ver con los famosos fosfatos, eso lo intuía hasta yo, aunque me guardé mucho de comentárselo a mi padre, no fuera que con el diminutivo se le diluyera el espíritu bélico.

-Estoy hecho fosfatina -se lamentaba el jefe después de que por culpa de Mortadelo le hubiera caído encima una hormigonera o un camión cisterna.

Yo imaginaba por el contexto que estar hecho fosfatina era negativo, con lo que todavía me intrigaba más ese interés en mantener a toda costa un territorio lleno de beduinos que estarían como si les hubiera caído encima una hormigonera.

Y ahora voy a confesar algo: medio siglo después, sigo sin tener ni puñetera idea de qué son los fosfatos y juraría que, como yo, todo el resto del mundo. Por eso el Sáhara es tan codiciado, porque todo el mundo asegura que allí hay fosfatos y nadie sabe qué son. Probablemente ni siquiera existe tal cosa, bien pensado nadie con dos dedos de frente le pondría un nombre tan ridículo a nada. Fosfatos. Anda ya. Al final, el único que acertó fue Ibáñez, no por nada sigue estando considerado un intelectual de fuste. Los fosfatos son los habitantes del Sáhara, que llegaron a creer que su futuro importaba, cuando para España no son más que peones a intercambiar por un acuerdo medio bueno con Marruecos. O sea, fosfatina, piltrafas.

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