Artículo de Jordi Puntí

La buena poesía mala

Durante siglos, la tradición literaria en catalán se sostuvo en la poesía y le dio un prestigio social único: también habría que rastrear, pues, los “buenos malos versos” que políticos, gestores culturales o empresarios publicaron en libros hoy olvidados

El gastrónomo Jaume Pastallé, en una imagen de archivo

El gastrónomo Jaume Pastallé, en una imagen de archivo

Jordi Puntí

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Entre los libros curiosos que he comprado a lo largo de los años está 'The Stuffed Owl' —'La lechuza disecada'—, una antología en inglés “de versos malos”, como reza el subtítulo. No puedo decir que la haya leído entera, pero cuando la hojeo siempre doy con rimas e imágenes tan desgraciadas que te hacen sonreír. Publicada en 1930, los editores tuvieron la cortesía de elegir solo a autores muertos; la mayoría son hoy nombres desconocidos, que sufren esa posteridad malévola, pero también incluye poemas de clásicos como Byron, Keats o Wordsworth. En una reciente reedición, el poeta Billy Collins argumenta que a menudo los malos versos provienen de las rimas forzadas, y que recordar las miserias de la poesía es también una forma de honrar una tradición que se hizo fuerte con la modernidad (y cita a T. S. Eliot). Se puede hacer, dice, una distinción entre “versos malos y olvidables” y “buenos versos malos”, que son aquellos que “superan el aburrimiento y solo los recuerdas porque te divierten”.

La lechuza disecada me vino a la cabeza porque hace unos días, en Twitter, el editor Ignasi Moreta contaba que le gustaría hacer una antología “de los decasílabos desquiciados que perpetran ciertos poetastros y traductores de nuestra patria”, y citaba a nombres intocables: “Verdaguer, Maragall, incluso Carner”. La lista, pensé, podría ser fructífera por muchas razones, aparte de celebrar una espléndida tradición poética. Catalunya es un país de copleros aficionados, y toda familia tiene su tío que escribe poesías para bautizos, bodas de oro o postales navideñas: un festival de ripios, participios rimados y palabras como 'xamosa', 'pubilla' o 'nostrada'.

Durante siglos, la tradición literaria en catalán se sostuvo en la poesía y le dio un prestigio social único: también habría que rastrear, pues, los “buenos malos versos” que políticos, gestores culturales o empresarios publicaron en libros hoy olvidados, versos que ellos mismos definen como “pecados de juventud”, pero que entonces les dieron un nombre. Otro punto para investigar sería los numerosos premios literarios de poesía que hay, que satisfacen las vanidades locales y a menudo comportan la edición —o la autoedición— del florilegio por parte del ayuntamiento de turno.

Aparte del humor involuntario del poeta serio, también está, claro, aquel que escribe sabiendo que se expone a la burla o incluso la busca por ironía, y sobra decir que esta tradición de buenos versos malos —involuntarios o no— se expresa tanto en catalán como en castellano. Un ejemplo que no se puede obviar es el reusense Joaquim Maria Bartrina y su libro 'Algo' (1880), con joyas como esta: “Nunca puede el ignorante / ser feliz, siempre me dices, / ¡cuántos hombres hay felices / que no saben quién fue el Dante!”. Y llevado al extremo, es el uso del verso del entrañable gastrónomo Jaume Pastallé, cuando elogiaba los platos en su programa de TV3, 'Bona cuina': “Aquest plat d’arròs que ens ha fet en Quico / em sembla que val més de mil i pico”. Dos decasílabos perfectos.

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