Artículo de Ernest Folch

Nuestro cinismo

La guerra refleja la inmensa crueldad de Putin, pero también ha destapado todas nuestras debilidades

El presidente venezolano, Nicolás Maduro.

El presidente venezolano, Nicolás Maduro. / Europa Press

Ernest Folch

Ernest Folch

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hoy denostamos a Putin, pero nada hacíamos cuando envenenaba y encarcelaba a Alekséi Navalni. Aprobamos solemnemente enviar armas a los ucranianos, pero somos incapaces de cerrar su espacio aéreo, desde el que los aviones rusos bombardean a diario sus casas. Le decimos a Ucrania que queremos que sea europea como nosotros, pero cuando nos piden entrar en la UE, le cerramos la puerta sin ninguna vergüenza delante de sus narices y con tristes excusas. Decretamos que aislamos a Rusia del sistema Swift, pero el día que la medida entra en vigor descubrimos que al menos dos bancos se han salvado, porque en realidad, más que desconectar, tenemos que hacerlo ver. Proclamamos el aislamiento económico de Rusia, pero cada día le compramos gas por valor de más de 600 millones de euros, con los que se financia la guerra que decimos querer parar.

Los dirigentes europeos hablan de aislar a las empresas rusas, pero ni siquiera Alemania ha sido capaz de conseguir que el excanciller Gerhard Schröder dimita de sus cargos directivos en Gazprom. El Barça y el Madrid envían mensajes sinceros de solidaridad y compasión hacia Ucrania, pero son incapaces de cortar la relación con sus patrocinadores, dos casas de apuestas rusas. En un gesto inédito, los países de la UE deciden abrir sin ninguna restricción sus fronteras para acoger a los refugiados ucranianos, pero aquel mismo día 2.000 subsaharianos son tratados como delincuentes cuando intentan entrar a Melilla. Diversas localidades europeas, españolas y catalanas están siendo ejemplares en el despliegue realizado para albergar a miles de familias ucranianas, pero cuando la guerra era en Siria y los refugiados tenían la piel oscura no organizamos ninguna fiesta de bienvenida. Los ciudadanos europeos nos manifestamos horrorizados por la violencia que vemos a diario en Járkov o Mariúpol, pero nos da igual que la pasada semana Estados Unidos y Arabia Saudí bombardearan Yemen.

Toda la sensibilidad (merecida) que tenemos con Ucrania se vuelve fría distancia con los conflictos armados de Etiopía, Afganistán, Irak o Myanmar: hizo falta incluso que Putin empezara la invasión para que recordáramos que Rusia llevaba ya varios años de guerra con Ucrania en la región del Donbás, aunque por supuesto entonces no nos afectaba y por lo tanto no nos importaba. En el colmo de nuestro cinismo, cuando en Occidente hemos visto que podíamos quedarnos sin el gas y el petróleo ruso, nos hemos lanzado de golpe a los brazos de Venezuela, y aunque parezca mentira, el terrible y opresor régimen de Maduro que hasta hace cinco minutos había que derrocar es ahora quien contribuirá a salvar nuestro Estado del bienestar. Porque la invasión de Ucrania es en primer lugar la tumba donde morirán cruelmente miles de vidas inocentes. Pero es además el acontecimiento que ha servido para desnudar nuestras contradicciones y poner encima de la mesa nuestro insoportable cinismo: si corremos a dar armas, abrir fronteras, presionar oligarcas y escandalizarnos ante una guerra no es porque de repente nos hayamos vuelto buenos sino simplemente porque queremos limpiar nuestra conciencia, y porque tenemos miedo, por primera vez, a perder nuestro sistema de vida. Cuando les hemos dicho a los ucranianos que ni podrán entrar a la UE ni cerraremos su espacio aéreo nos hemos delatado: en realidad quizá no queremos salvarlos a ellos sino a nosotros mismos. La guerra refleja la inmensa crueldad de Putin, pero también ha destapado todas nuestras debilidades.

Suscríbete para seguir leyendo