Tiempos difíciles

El peligro del quietismo ante el malestar social

Debemos tener claro que, o hay respuestas profundas y que van a la raíz de los problemas, o las salidas a la desesperación tienen todos los números de ser reactivas

Cientos de refugiados en la estación de Lviv, desde otras zonas de Ucrania que huyen de la guerra rusa

Cientos de refugiados en la estación de Lviv, desde otras zonas de Ucrania que huyen de la guerra rusa / EFE/ Borja Sánchez Trillo

Gemma Ubasart

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Si se hurga en los barómetros del CIS, se observa que desde la recuperación democrática han sido más los ciudadanos que se han sentido satisfechos con el funcionamiento del sistema democrático que los que pensaban el contrario: esto es así desde inicios de los 80 hasta 2010. Es entonces cuando empiezan a notarse los efectos de la crisis económica –que tiene también su vector político y territorial– y ya no hay marcha atrás en la desafección. Es más, centrándonos en el caso catalán, para el que tenemos una serie histórica sólida, el mantenimiento de un sentimiento de desapego es evidente. Hasta 2008, y de manera sostenida, más de un 60% de los encuestados por el ICPS mostraba su satisfacción por el funcionamiento del sistema democrático, cifra que cae en 2009-2010 y consolida su descenso en 2012, situándose en un residual 20% sin casi fluctuaciones.

La Gran Recesión supuso un aumento de la pobreza y la desigualdad, generando sociedades más fracturadas, desiguales y segregadas. La crisis económica, y sobre todo su gestión ‘austericida’, trajo aparejado un aumento de la desconfianza de la ciudadanía en instituciones y actores políticos. Pero también se incrementó el interés por la política y la propensión a participar. Así pues, el malestar social se canalizó en parte con un horizonte de esperanza inclusivo. De ahí el 15-M y la materialización de Podemos y diversas candidaturas municipalistas. Más igualdad, más libertad y más fraternidad… una respuesta que profundizaba en los valores genuinos de la modernidad. Estas experiencias actuaron a la vez como vacuna frente al crecimiento de la derecha radical.

Después vino la recuperación económica: las mejoras en los indicadores macroeconómicos supusieron un cierto alivio social, aunque se mantuvieron equilibrios vulnerables y precarios en amplios sectores sociales. Demasiada gente en la cuerda floja. La pandemia golpeó sobre esta realidad. Y, de manera más intuitiva que ideológica, los parámetros hegemónicos viraron respecto a aquellos que se habían consolidado a partir de la irrupción de Reagan y Thatcher: se mostraron los límites del neoliberalismo y la necesidad de transitar hacia un retorno de lo público –lo estatal y lo comunitario–. Un giro que requería de un cierto tiempo para que se empezaran a visualizar resultados. La guerra viene a interrumpir esta construcción de una suerte de Europa social.

Y el reto hoy es grande. Partimos de unos niveles de insatisfacción ciudadana importantes que pueden empeorar por los efectos de la guerra en Ucrania. La posibilidad de empobrecimiento generalizado, la ruptura de la cohesión y de destrucción de empleo, sobre todo en pequeñas y medianas empresas, es una realidad plausible si no se interviene activamente desde los estados y las instituciones europeas en un corto plazo (intervención en el mercado eléctrico, reforma fiscal ambiciosa, protección de ciudadanía y pymes, etc.). Debemos tener claro que, o hay respuestas profundas y que van a la raíz de los problemas, o las salidas a la desesperación tienen todos los números de ser reactivas. El peligro real del quietismo hoy nos traslada a la destrucción de los propios ideales de modernidad. A una suerte de menos libertad, menos igualdad, menos fraternidad.

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