Conflicto en Ucrania

Mantener la mirada

El riesgo es que si la guerra se alarga, la conmoción se apague, que se apague la solidaridad o, peor aún, nuestro interés, soterrado por pulsiones más egoístas

Militares ucranianos subiendo a un tren con dirección a Kiev en la ciudad de Lviv, en el oeste de Ucrania.

Militares ucranianos subiendo a un tren con dirección a Kiev en la ciudad de Lviv, en el oeste de Ucrania. / Aleksey Filippov / AFP)

José Luis Sastre

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Todas las imágenes que hemos visto de la guerra son nuevas y en realidad no lo son del todo. Suceden ahora en Ucrania –más que suceder, las provocan– como antes las causaron en Siria y en otros muchos lugares. Lo que llega primero es la conmoción. Seamos francos: lo que primero llega es la pregunta de si esa guerra podría ocurrir aquí, en nuestra casa. Porque antes que la conmoción se presenta incluso el miedo y el qué haría yo y adónde iría con los míos y si esto me puede pasar a mí. Es inevitable y es humano: lo mismo que la solidaridad.

Después viene esa necesidad de ayudar y de informarse, de distinguir quién es el bueno y quién es el malo, y aunque nos han dicho siempre que no suele haber ni buenos ni malos del todo, lo peor sería enredarse en una equidistancia que no nos permitiera mentar lo obvio: que Putin ha iniciado un conflicto y ha ordenado masacrar civiles a bombazos. Es importante que algunas cosas estén claras desde el principio.

Lo más natural, por tanto, es conmoverse. Cómo no hacerlo si llegan imágenes de casas caídas. De puentes que destruyeron. Conmueven sobre todo los detalles: la mano que no llega a la maleta, el zapato, los peluches. Los planos cortos. Todo lo que, de nuevo, nos recuerde que aquello tan lejano podría suceder en casa. La distancia que va del ‘ellos’ al ‘nosotros’: eso es lo que nos aterra. Y el riesgo es que si la guerra se alarga, esa conmoción se apague. Que se apague la solidaridad o, peor aún, nuestro interés, soterrado por pulsiones más egoístas pero humanas por igual y que responden a un ansia inapelable, la de seguir viviendo. Y vivir bien, o con un nivel medio de confort, exige ciertas dosis de indiferencia. Vigile a su subconsciente: llegará pronto un momento en que quiera traicionar a su conciencia.

Nos sucedió otras veces. Llega un punto en que la conmoción se esfuma. Y de esas imágenes que nos parecen insoportables, que explican una realidad que Putin ha vuelto atroz, acabamos por desconectar. Nos anestesian. Lo vimos ya en Siria y lo aprendimos con Susan Sontag, que nos invitó a dar un paso más: “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita”. Y ahí está, de frente, nuestro dilema, el que convoca a nuestra ética y a nuestro sentido del deber. ¿Qué hacer? ¿Basta con bajar el termostato de la caldera? ¿Basta con ayudar? ¿Basta con estar dispuesto a los sacrificios que anuncian si se reparten de manera justa? ¿La sociedad que más capacidades tiene a su alcance puede hacer frente a la barbarie de otra manera?

Parecerán poca cosa y sin duda lo son, pero hacerse preguntas es el primer paso para combatir la indiferencia. Es poco y no alcanza, lo que resulta frustrante. Sin embargo, la frustración no puede ser razón para detenerse sino al revés: estímulo para rebelarse. Es un principio: mantener el interés, exigir explicaciones a los políticos que habitan un mundo conectado. Preservar la memoria. Levantar la voz. Buscar la manera de contribuir a lo que es justo. Y no apartar la mirada. Sobre todo, no apartar la mirada.

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