Guerra de Ucrania

Euforia belicista, borreguismo cultural

Las bombas de Putin son horripilantes, pero pensar que se combaten con supremacismo cultural es la última idiotez de las muchas que vivimos estos días. Denunciar las atrocidades de un gobernante debe ser compatible con alertar de nuestras propias imbecilidades

netrebko

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Ernest Folch

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Malos tiempos para los que dudan. En plena euforia belicista, las voces que se atreven simplemente a debatir sobre el envío de armas a Ucrania son aplastadas por la corriente dominante y políticamente muy correcta, la que ahora ha abrazado la Verdad de que no hay alternativa a enviar misiles, metralletas y lanzagranadas. Los pros y contras de una decisión tan compleja y controvertida merecerían una reflexión profunda, en lugar de eslóganes baratos, como el que hacía el domingo Pedro Sánchez, que se autoproclamaba estar "en el lado correcto de la Historia". El horror provocado por el ejército ruso nos lleva a un dilema terrible y es comprensible que, de buena fe, hay quien llegue a la conclusión que enviar armas sea la opción menos mala. Pero lo que es sospechoso es que el rebaño mayoritario descalifique con esta alegría a los que piensan que enviar armamento solo puede empeorar el conflicto y a los que que simplemente se proclaman pacifistas. De repente, un ejército de estadistas mediáticos descalifica sistemáticamente a los que no congregan con esta pasión bélica, y acusan a los que gritan "No a la Guerra" de ser colaboracionistas de Putin. Esta euforia belicista explica muy bien el clima de borreguismo cultural en el que han entrado una lista larga de instituciones y gobiernos en toda Europa. Porque hay un cierto consenso en que las sanciones económicas pueden ser a medio plazo efectivas si se aplican con contundencia, aunque de momento los oligarcas campan a sus anchas por la City de Londres y exhiben sus yates en el puerto de Barcelona, sin que las administraciones se atrevan a intervenir. Pero una cosa es ahogar al círculo de millonarios íntimos de Putin y otra muy diferente es empezar una cruzada contra cualquier expresión de origen ruso.

El prestigioso director de orquestra Valery Gergiev ha sido despedido como director de varias orquestras, entre ellas la de la Scala de Milan, y la cantante lírica de fama mundial Anna Netrebko ha visto como se le cancelaba su concierto en el Liceu y su relación contractual con la Metropolitan Opera House de Nueva York. Su pecado ha sido no condenar el ataque de Rusia a Ucrania, como si de repente no pronunciarse sobre algo fuera equivalente a aprobarlo. Hay ejemplos en toda Europa: el Ballet de San Petersburgo debía inaugurar el Festival de Mérida, que ha decidido, como otras tantas instituciones, cancelar las actuaciones de la famosa compañía rusa, y el Palau de la Música decidió suspender el concierto que tenía contratado con el pianista ruso Denis Matsuev. En plena locura censora, una universidad italiana amagó durante unas horas cancelar un curso sobre Dostoievski, y de repente cualquier pintor, escritor o artista ruso es tratado como un criminal sospechoso. La excusa oficial para todas estas bochornosas cancelaciones es que así se aumenta la presión sobre el régimen de Putin, pero lo cierto es que se les margina únicamente por su pasaporte ruso. Por muchas excusas que se den, discriminar en función de la nacionalidad es un acto de etnicismo, un gesto racista de incalculables consecuencias a largo plazo. Las bombas de Putin son horripilantes, pero pensar que se combaten con supremacismo cultural es la última idiotez de las muchas que vivimos estos días. Denunciar las atrocidades de un gobernante debe ser compatible con alertar de nuestras propias imbecilidades. Una vez más, cuando el conflicto sube de temperatura, se nos obliga a escoger entre blanco o negro y se eliminan los grises, algo que en Catalunya ya nos suena de algo. "No es momento para posiciones tibias", nos vuelven a advertir los puros. Quizás por ello los que tanto celebran el envío de bombas poco o nada dicen de este triste boicot cultural a Rusia. Por muchas ovejas que tenga el rebaño de la opinión dominante, a la barbarie no se la puede combatir con más barbarie.

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